El bueno, el feo yla bruja

El bueno, el feo yla bruja

 

Kim Harrison

 

 

 

 

Agradecimientos

 

 

Quisiera dar las gracias a Will por su ayuda e inspiración con la joyería de los Hollows, al igual que a la doctora Carolinne White por su inestimable ayuda con gran parte del latín. Y especialmente quisiera dar las gracias a mi editora, Diana Gill, por darme la libertad de llevar mi obra hacia áreas a las que nunca pensé ir y a mi agente, Richard Curtis.

 

 

 

 

 

1.

 

 

Me coloqué sobre el hombro la correa del depósito de agua de riego y me estiré para que la boquilla llegase hasta la maceta colgante. Notaba los cálidos rayos del sol sobre mi mono azul de trabajo. Al otro lado de las estrechas ventanas de cristal había un patio peque?o, rodeado de oficinas de ejecutivos.

 

Entorné los ojos por la luz y apreté el gatillo de la manguera para que saliera un chorrito siseante de agua. Oí a alguien aporrear el teclado del ordenador y pasé a la siguiente maceta. Las conversaciones telefónicas se filtraban desde la oficina, detrás del mostrador de recepción, acompa?adas por unas carcajadas que sonaron como el ladrido de un perro. Hombres lobo. Los que estaban en lo más alto de la manada eran los que parecían más humanos, pero siempre se delataban al reírse.

 

Eché un vistazo a la fila de macetas que colgaban frente a las ventanas hasta el acuario, colocado tras el mostrador de la recepcionista. Sí, había aletas color crema, una con un lunar negro en la parte derecha. Era esa. La carpa criada por el se?or Ray y que presentó al concurso anual de peces de acuario de Cincinnati. El ganador del a?o pasado siempre se exhibía en la recepción, pero ahora había dos peces y faltaba la mascota de los Howlers. El se?or Ray era un fan de los Den, el rival del equipo de inframundanos de béisbol. No hacía falta ser muy listo para sumar dos y dos y ver que el resultado era un pez robado.

 

—Vaya —dijo la alegre mujer tras el mostrador al levantarse para colocar un taco de papel en la bandeja de la impresora—, ?está Mark de vacaciones? No me ha dicho nada.

 

Asentí sin mirar a la secretaria, que vestía un elegante traje color crema, y seguí arrastrando mi equipo de riego otro metro más. Mark se había tomado unas cortas vacaciones en el hueco de la escalera del edificio en el que había estado trabajando antes de este. Ahora estaba inconsciente gracias a una poción de sue?o de corta duración.

 

—Sí, se?ora —contesté elevando la voz y fingiendo un leve ceceo—, pero me dijo qué plantas tenía que regar. —Escondí la manicura roja de mis u?as en la palma antes de que las viese. No pegaban con la imagen de la chica que riega las plantas. Tenía que haberlo pensado antes—. Todas las de esta planta y luego los árboles de la azotea.

 

La mujer sonrió ense?ando sus dientes más bien grandes. Era una mujer lobo y debía estar bien arriba en el escalafón de la manada de la oficina, a juzgar por su refinamiento. El se?or Ray no se conformaría con una secretaria perra cuando podía pagar un sueldo lo suficientemente alto para una loba. Emanaba un ligero olor a almizcle que no resultaba desagradable.

 

—?No te ha dicho Mark que hay un ascensor de servicio en la parte de atrás del edificio? —dijo amablemente—. Te será más fácil que arrastrar ese carrito por las escaleras.

 

—No, se?ora —contesté encasquetándome aun más la fea gorra con el logotipo del jardinero—, creo que quería ponerme las cosas difíciles para que no le quite el puesto. —A la vez que se me aceleraba el pulso, empujé el carrito de Mark con las herramientas de podar, las bolitas fertilizantes y el sistema de riego y seguí avanzando por la fila. Ya sabía lo del ascensor y la situación de las seis salidas de emergencia y de los pulsadores de las alarmas de incendio, y dónde guardaban los dónuts.

 

—Hombres —dijo haciendo una mueca exasperada y sentándose de nuevo frente al ordenador—, ?no se dan cuenta de que si quisiésemos gobernar el mundo lo haríamos?

 

Le dediqué un gesto afirmativo y algo evasivo con la cabeza y eché un poquito de agua en la siguiente maceta. Creía que, en realidad, ya lo hacíamos.

 

Un tenso zumbido se elevó por encima del ruido de la impresora y del débil murmullo de la oficina. Era Jenks, mi socio, quien obviamente estaba de mal humor al salir de la oficina del jefe y dirigirse hacia mí. Sus alas de libélula estaban rojas por la agitación y desprendían polvo pixie que creaba efímeros rayos dorados.

 

—Ya he terminado con las plantas de aquí —dijo en voz alta cuando aterrizó en el borde de la maceta colgante frente a mí. Se colocó las manos en las caderas, al estilo de un Peter Pan madurito convertido en basurero con su diminuto mono azul de trabajo. Su mujer incluso le había hecho una gorra a juego—. Lo único que necesitaban era agua. ?Te ayudo con algo aquí o puedo irme a dormir a la furgoneta? —preguntó cáusticamente.

 

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