El bueno, el feo yla bruja

Lo que conseguí por demostrar que un clan rival le había colgado una maldición a un hombre zorro había servido para renovar mi licencia de bruja. Antes lo pagaba la si. Recuperé un espíritu familiar para un hechicero y me lo gasté en el seguro médico. No sabía que los cazarrecompensas éramos ?inasegurables?. La si simplemente me dio una tarjeta y la estuve usando durante el tiempo que estuve allí. Luego tuve que pagar al tipo que le quitó la maldición letal a mis cosas que seguían en el almacén, tuve que comprarle a Ivy un albornoz de seda para reemplazar el que le estropeé y comprarme un par de modelitos para mí, ahora que tenía una reputación que mantener.

 

Pero la sangría continua de mi economía tenía que deberse a las carreras de los taxis. La mayoría de los conductores de autobús de Cincinnati me reconocían de lejos y no me recogían, por eso tenía que venir Ivy a buscarme. No era justo. Hacía ya casi un a?o desde que accidentalmente dejé sin pelo a todos los que iban en un autobús cuando intentaba detener a un hombre lobo.

 

Me sentía harta de estar casi arruinada, pero el dinero por haber recuperado la mascota de los Howlers me sacaría de los números rojos, al menos durante otro mes. Y los lobos no me seguirían. No era su pez. Si se quejaban a la si, tendrían que explicar de dónde lo habían sacado ellos.

 

—?Eh, Rachel! —dijo Jenks descendiendo de quién sabe dónde—. No te sigue nadie. ?Y cuál era el plan B?

 

Arqueé las cejas y lo miré de reojo mientras continuaba volando junto a mí, siguiendo mi ritmo con exactitud.

 

—Agarrar al pez y salir como alma que lleva el diablo.

 

Jenks se rió y aterrizó en mi hombro. Se había deshecho de su diminuto uniforme y volvía a ser el de siempre, con una camisa de seda color verde militar de manga larga y sus mallas. Llevaba un pa?uelo en la cabeza para indicarle a cualquier pixie o hada cuyo territorio atravesase que iba en son de paz. Sus alas brillaban con los destellos del polvo pixie restante tras la emoción vivida.

 

Aminoré el paso al llegar a la plaza. Busqué a Ivy con la mirada, pero no la vi. Sin preocuparme fui a sentarme en una zona seca de la fuente. Pasé los dedos bajo el borde del murete buscando mis gafas de sol. Llegaría en un momento. Esa mujer vivía siguiendo el horario a rajatabla.

 

Mientras Jenks revoloteaba bajo el agua pulverizada para librarse del resto del ?olor a dinosaurio?, abrí las gafas y me las puse. Mi entrecejo se relajó al mitigar las gafas la luz de esa tarde de septiembre. Estiré mis largas piernas y con gesto indiferente me quité el amuleto de olor que llevaba al cuello y lo dejé caer en la fuente. Los lobos habían rastreado mi olor y si finalmente me seguían, el rastro acabaría aquí en cuanto me metiese en el coche de Ivy y nos marchásemos.

 

Deseando que nadie me hubiese visto, miré a la gente a mi alrededor: un lacayo de vampiro anémico y nervioso ocupado con las tareas diurnas de su amante, dos humanos que susurraban y se reían sin quitar ojo de las feas cicatrices de su cuello, un brujo cansado, no, creo que era un hechicero pues no olía a secuoya, sentado en un banco cercano mientras se comía una magdalena, y yo. Respiré lentamente, tranquilizándome. Tener que esperar a que te recojan era un completo anticlímax.

 

—Ojalá tuviese coche —le dije a Jenks inclinando el depósito con el pez para acomodarlo entre mis pies. A diez metros de nosotros los atascos eran intermitentes. El tráfico había aumentado e imaginé que serían más de las dos, cuando empezaba el lapso de tiempo durante el cual los humanos y los inframundanos comenzaban su batalla diaria por coexistir en el mismo espacio limitado. Las cosas se ponían muchísimo mejor cuando el sol se ocultaba y la mayoría de los humanos se retiraban a sus casas.

 

—?A qué viene tanto interés por un coche? —preguntó Jenks posado en mi rodilla. Empezó a limpiarse sus alas de libélula con pasadas largas y serias—. Yo no tengo coche. Nunca lo he tenido y voy a todas partes. Los coches son un problema —dijo, pero yo ya no le estaba escuchando—. Tienes que ponerles gasolina y hacerles el mantenimiento y dedicarle tiempo a lavarlos y tienes que tener un sitio para aparcar y luego el dinero que hay que dedicarles. Son peor que una novia.

 

—Aun así —dije sacudiendo el pie para irritarlo—, ojalá tuviese coche. —Miré a la gente a mi alrededor—. James Bond nunca tuvo que esperar el autobús. Me he visto todas sus películas y nunca esperó un autobús —dije mirando con los ojos entornados a Jenks—. Habría perdido su encanto.

 

—Mmm, sí —dijo prestando atención a algo a mis espaldas—, además creo que también es más seguro. A las once en punto. Lobos.

 

Se me aceleró la respiración al mirar y la tensión volvió a apoderarse de mí.

 

—Mierda —susurré, cogiendo el depósito. Eran los mismos tres. Lo sabía por lo encorvados que iban y por sus respiraciones profundas. Con las mandíbulas apretadas me levanté e interpuse la fuente entre nosotros. ?Dónde se había metido Ivy?

 

—?Rachel? —inquirió Jenks—, ?por qué te siguen?

 

—No lo sé. —Mis pensamientos fueron a la sangre que dejé en los rosales. Si no podía romper el rastro de mi olor, me seguirían hasta mi casa. Pero ?por qué? Con la boca seca me senté, dándoles la espalda y sabiendo que Jenks vigilaba—. ?Me han olfateado? —le pregunté.

 

Jenks se elevó con un entrechocar de alas.

 

—No —dijo volviendo apenas un segundo después—. Tienes más o menos media manzana de ventaja, pero tienes que ponerte en marcha ya.

 

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