El bueno, el feo yla bruja

Me descolgué la mochila con el depósito de agua y desenrosqué la tapa de arriba.

 

—Me vendrían bien unas bolitas de fertilizante —apunté, mientras me preguntaba qué problema tendría.

 

Refunfu?ando, voló hasta el carrito y comenzó a hurgar en él. Alambres verdes, rodrigones y tiras para test de pH usadas volaron por todas partes.

 

—Ya la tengo —dijo sacando una bolita casi tan grande como su cabeza. La dejó caer en el depósito y burbujeó. No era una bolita fertilizante, sino un oxigenador y creador de capa protectora. ?De qué sirve robar un pez si se te muere por el camino?

 

—?Ay, Dios mío, Rachel! —susurró Jenks aterrizando en mi hombro—. ?Es poliéster! ?Llevo puesto poliéster!

 

Me tranquilicé al entender a cuento de qué venía su mal humor.

 

—No pasa nada.

 

—?Me está matando! —dijo rascándose vigorosamente el cuello—, no puedo llevar poliéster. Los pixies somos alérgicos, ?lo ves? —Inclinó la cabeza para apartar su rubio pelo del cuello, pero estaba demasiado cerca para enfocarlo—. Verdugones, y además apesta. Huelo el petróleo. Llevo puesto un dinosaurio muerto. No puedo llevar un animal muerto. Es de bárbaros, Rachel —alegó.

 

—Jenks —dije enroscando la tapa del depósito para volver a colgármelo al hombro, sacudiéndome al pixie de paso—, yo llevo puesto lo mismo. Te aguantas.

 

—?Pero es que apesta! —dijo revoloteando frente a mí.

 

—Poda algo —le dije entre dientes.

 

Me hizo un gesto obsceno con ambas manos, planeando de espaldas. Bah. Me llevé la mano al bolsillo trasero de mi feo mono azul en busca de mis tijeras de podar. Mientras la se?orita Profesional de la Oficina escribía una carta, abrí una banqueta plegable y comencé a cortar las hojas de las macetas que colgaban junto a su mesa. Jenks empezó a ayudarme y tras unos instantes le pregunté en voz baja:

 

—?Está todo listo?

 

él asintió sin apartar la vista de la puerta abierta de la oficina del se?or Ray.

 

—La próxima vez que mire su correo se activará todo el sistema de seguridad de Internet. Se tardan cinco minutos en arreglarlo si uno sabe lo que hace, cuatro horas si no se tiene ni idea.

 

—Solo necesito cinco minutos —dije, empezando a sudar por el sol que entraba por la ventana. Olía a jardín aquí dentro, a un jardín con un perro mojado jadeando sobre las frías baldosas.

 

El pulso se me aceleró y pasé a la siguiente maceta. Estaba detrás de la mesa y la mujer se irguió. Había invadido su territorio, pero tendría que aguantarse. Era la encargada de las plantas. Esperaba que atribuyese mi creciente tensión al hecho de estar tan cerca de ella y seguí trabajando. Tenía una mano en la tapa del depósito de riego. Un giro de mu?eca y lo destaparía.

 

—?Vanessa! —gritó alguien airadamente desde la oficina de atrás.

 

—?Allá vamos! —dijo Jenks volando hasta el techo, hacia las cámaras de seguridad.

 

Me giré para ver a un hombre enfadado, que, claramente, se trataba de un hombre lobo por su delgada complexión, asomándose a medias desde la oficina.

 

—Lo ha vuelto a hacer —dijo con la cara roja y aferrándose con sus manos robustas al marco de la puerta—. Odio estos aparatos. ?Qué había de malo en el papel? A mí me gustaba el papel.

 

Una sonrisa profesional asomó en la cara de la secretaria.

 

—Se?or Ray, seguro que le ha vuelto a gritar al ordenador. Ya se lo he dicho, los ordenadores son como las mujeres, si les gritas o les pides que hagan demasiadas cosas a la vez, se cierran en banda y no te dejan ni olerlas.

 

él gru?ó y desapareció en la oficina, sin darse cuenta, o ignorando que acababa de amenazarlo. El pulso se me aceleró y puse la banqueta junto a la pecera.

 

Vanessa suspiró.

 

—Que Dios lo guarde —masculló y se levantó—. Ese hombre podría romperse las pelotas con la lengua. —Me echó una mirada de exasperación y entró en la oficina haciendo sonar sus tacones—. No toque nada —dijo en voz alta—, ya voy.

 

Di una inspiración corta.

 

—?Cámaras? —susurré.

 

Jenks me cayó encima.

 

—Tienes un bucle de diez minutos.

 

Voló hacia la puerta principal para posarse en la moldura sobre el dintel e inclinarse para vigilar el pasillo. Sus alas se convirtieron en un borrón y me hizo un gesto con el pulgar hacia arriba.

 

Se me erizó la piel por la expectación. Quité la tapa del acuario, luego saqué una red verde de un bolsillo interno del mono. Subida encima de la banqueta me remangué hasta el codo y metí la red en el agua. Inmediatamente los dos peces salieron disparados hacia la parte de atrás.

 

—?Rachel! —bufó Jenks de pronto en mi oído—. Es buena, ya casi lo ha solucionado.

 

—Limítate a vigilar la puerta, Jenks —dije mordiéndome el labio. ?Cuánto se tardaba en pescar un pez? Empujé una piedra para llegar al pez que se escondía detrás y salió disparado hacia delante.

 

El teléfono empezó a sonar con un suave zumbido.

 

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