El libro del cementerio

—He sido tu tutor hasta ahora. Pero ya eres lo suficientemente mayor para poder cuidar de ti mismo. Yo debo proteger otras cosas.

 

Silas cerró el baúl y se puso a abrochar las correas y las hebillas.

 

—?Y yo? ?Puedo quedarme aquí, en el cementerio?

 

—No deberías —le respondió Silas, y el chico pensó que nunca le había hablado con aquel tono tan suave—. Aquí todo el mundo ha vivido ya su vida, Nad, por muy breve que fuera. Ahora te toca a ti. Tienes que vivir tu vida.

 

—?Puedo ir contigo?

 

Silas negó con la cabeza.

 

—?Volveré a verte algún día?

 

—Es posible —había amabilidad en la voz de Silas, y algo más—. Pero aunque no volvieras a verme, estoy seguro de que yo sí te veré a ti.

 

Silas apoyó el baúl contra la pared y, encaminándose hacia la puerta que había en el rincón del fondo, le dijo a Nad.

 

—Ven conmigo.

 

Nad lo siguió por la escalera de caracol que bajaba hasta la cripta.

 

—Me he tomado la libertad de prepararte la maleta —le comentó Silas al llegar abajo.

 

Sobre la caja que contenía los viejos cantorales, había un peque?o maletín de cuero que parecía el hermano peque?o del de Silas.

 

—Aquí dentro están todas tus pertenencias.

 

—Hablame de la Guardia de Honor, Silas. Tú formas parte de ella, y también la se?orita Lupescu. ?Quién más? ?Sois muchos? ?Qué es lo que hacéis exactamente?

 

—No somos suficientes, me temo —respondió Silas—. Y, principalmente, protegemos las fronteras.

 

—?Qué clase de fronteras?

 

Silas no contestó.

 

—?Quieres decir que os dedicáis a detener a gente como el hombre Jack?

 

—Hacemos lo que haya que hacer —repuso Silas. Parecía cansado.

 

—Pero obrasteis bien. Quiero decir, detuvisteis a los Jack. Eran muy peligrosos; unos auténticos monstruos.

 

Silas se aproximó a Nad, lo que obligó al chico a echar la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a la cara.

 

—No siempre he obrado bien —murmuró Silas—. Cuando era joven… hice cosas mucho peores que las que hizo el hombre Jack. Mucho peores de lo que puedas imaginar. Por aquel entonces, yo era el monstruo, Nad, el peor monstruo de todos.

 

Al chico no se le pasó por la imaginación que su tutor estuviera mintiendo o bromeando. Sabía que era cierto lo que decía.

 

—Pero ya no lo eres, ?verdad?

 

—La gente puede cambiar —replicó Silas y, después, se quedó callado.

 

Nad se preguntaba si su tutor, si Silas estaba recordando su pasado.

 

—Ha sido un verdadero privilegio ser tu tutor, jovencito —dijo al fin Silas. Una de sus manos desapareció entre los pliegues de la capa y, cuando volvió a sacarla, tenía en ella una vieja billetera—. Toma. Esto es para ti.

 

Nad cogió la cartera, pero no la abrió.

 

—Dentro encontrarás dinero suficiente para empezar a vivir tu vida. Pero sólo lo justo.

 

—Hace un rato he ido a ver a Alonso Jones, pero no estaba allí. O a lo mejor estaba, y no he podido verlo. Quería que me hablara de todos esos lugares lejanos que visitó a lo largo de su vida: islas, glaciares, monta?as… Lugares en los que la gente viste los más extra?os atuendos.

 

Nad vaciló un momento antes de continuar.

 

—Esos lugares siguen existiendo. Quiero decir, que hay todo un mundo nuevo ahí fuera. ?Podré conocerlo? ?Puedo viajar yo a esos lugares?

 

—Claro que sí. Hay todo un mundo ahí fuera. Tienes un pasaporte en el bolsillo interior del maletín; va extendido a nombre de Nadie Owens. Y no fue fácil conseguirlo.

 

—Si cambio de opinión, ?podré volver aquí? —quiso saber Nad, pero él mismo respondió a la pregunta—. Si vuelvo, ya no será mi hogar.

 

—?Quieres que te acompa?e hasta la puerta principal? —le dijo Silas.

 

—No… Prefiero ir yo solo. Esto… Silas, si alguna vez estás en un apuro, llámame. Te ayudaré encantado.

 

—Yo nunca estoy en apuros.

 

—No, claro. Pero de todos modos…

 

La cripta estaba muy oscura y olía a humedad y a moho y, por primera vez, a Nad le pareció muy peque?a.

 

—Quiero ver la vida. Quiero tocarla con mis manos. Quiero dejar mi huella en la arena de una isla desierta. Quiero jugar al fútbol. Quiero… —Nad se interrumpió—. Lo quiero todo.

 

—Estupendo —dijo Silas, pasándose una mano por los ojos, como si se apartara el cabello de los ojos; un gesto nada habitual en él—. Si en algún momento veo que estoy en un apuro, te prometo que te buscaré.

 

—?Aunque tú nunca estés en apuros?

 

—Tú lo has dicho.

 

En los labios de Silas asomaba algo que podía ser una sonrisa, o un gesto de tristeza o, simplemente, un efecto óptico provocado por las sombras.

 

—Bueno pues, adiós, Silas.

 

Nad extendió la mano, como cuando era un ni?o, y Silas se la estrechó con su gélida y marfile?a mano.

 

—Adiós, Nadie Owens.

 

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