El libro del cementerio

—Podrías haberla traído aquí —la mirada de Nad se había ensombrecido—. Si la hubiéramos enterrado aquí, ahora hablaría con ella.

 

—No, no tenía elección —replicó Silas.

 

—Solía llamarme Nimini —sintió escozor en los ojos—. Ahora nadie volverá a llamarme así. Nunca.

 

—?Quieres que vayamos a comprarte algo de comer? —le preguntó Silas.

 

—?Has dicho vayamos? ?Quieres que vaya contigo?

 

—Ya no hay nadie que quiera matarte. Al menos, de momento. Hay muchas cosas que no volverán a hacer. Nunca más. Así que… Sí, puedes venir conmigo. ?Qué te apetece comer?

 

Nad estuvo a punto de decirle que no tenía hambre, pero se dio cuenta de que no era verdad. De hecho, estaba un poco mareado, flojo, y tenía un hambre de lobo.

 

—?Pizza, quizá? —sugirió.

 

Atravesaron el cementerio, en dirección a las puertas.

 

Por el camino, Nad vio a los habitantes del cementerio, pero dejaron que el chico y su tutor pasaran por su lado sin decirles una palabra. Se limitaron a mirarlos.

 

Nad quería darles las gracias por su ayuda, expresarles su gratitud, pero los muertos no hablaron.

 

Las luces de la pizzería eran muy potentes, demasiado potentes para Nad. Silas y él se sentaron hacia el fondo, y Silas le ense?ó a leer el menú y a pedir la comida. (él pidió un vaso de agua y una ensalada, que esparció cuidadosamente por el cuenco con el tenedor, pero no llegó a probarla siquiera.) Nad se comió su pizza con los dedos y con verdadero entusiasmo. No quiso hacer más preguntas. Ya se lo contaría todo Silas cuando le pareciera oportuno. O quizá no.

 

—Hace ya tiempo —dijo Silas— que sabíamos de su existencia… Me refiero a los Jack… Bueno, en realidad, sólo los conocíamos por las secuelas resultantes de sus actividades. Sospechábamos que detrás de todo ello había una organización, pero sabían ocultarse muy bien. Entonces vinieron a por ti y mataron a tu familia. Y a partir de ahí, poco a poco, empecé a armar el rompecabezas y logré seguir su rastro.

 

—Con eso de ?sabíamos? te refieres a ti y a la se?orita Lupescu, ?verdad? —le preguntó Nad.

 

—Entre otros.

 

—La Guardia de Honor —aventuró Nad.

 

—?Quién te ha hablado de…? —Silas dejó la pregunta a medias—. Bien, es igual. Supongo que, como dicen por ahí, las paredes oyen. Efectivamente, la Guardia de Honor.

 

Silas cogió el vaso de agua, se humedeció los labios, y volvió a dejarlo sobre la mesa. La superficie de la mesa era negra y brillante, como un espejo, y si alguien se hubiera fijado, se habría dado cuenta de que el hombre no se reflejaba en ella.

 

—Así que… Ya has cumplido tu misión —comentó Nad—. ?Y qué vas a hacer ahora? ?Te quedarás aquí?

 

—Hice una promesa —respondió Silas—. Prometí que me quedaría hasta que fueras mayor.

 

—Ya soy mayor.

 

—No. Eres casi un adulto, pero no del todo.

 

Silas dejó un billete de diez libras sobre la mesa.

 

—Y esa chica —dijo Nad—, Scarlett, ?por qué tenía tanto miedo de mí, Silas?

 

Pero éste no respondió, y la pregunta quedó en el aire mientras el hombre y el muchacho pasaban de la intensa luz de la pizzería a la oscuridad que aún reinaba en la calle; y al cabo de unos instantes, desaparecieron entre las sombras.

 

 

 

 

 

Capítulo8

 

 

Despedidas y separaciones

 

Ahora ya no siempre podía ver a los muertos. Había empezado a pasarle uno o dos meses antes, en abril o en mayo. Al principio sólo le ocurría de vez en cuando, pero cada vez le sucedía más a menudo.

 

Todo parecía estar cambiando.

 

Un día Nad se fue hacia la zona noroeste del cementerio, hasta la mata de hiedra que colgaba del tejo y bloqueaba casi por completo la salida del Paseo Egipcio.

 

En medio del sendero, vio a un zorro, de pelaje rojizo, y a un enorme gato negro, con las zarpas blancas y una franja de pelo blanco en el cuello, que parecían estar charlando amigablemente. Al verlo llegar, alzaron la vista, sorprendidos, y corrieron a ocultarse entre la maleza, como si los hubiera pillado maquinando algo.

 

?Qué raro?, pensó Nad. Conocía a ese zorro desde que era un cachorro, y llevaba toda la vida viendo a aquel gato merodear por el cementerio. Sabían perfectamente quien era, y cuando estaban de buen humor, incluso le permitían que los acariciara.

 

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