El libro del cementerio

—?Ea! Ahora ya estás más presentable —dijo, y se puso muy seria—. No sé muy bien cuándo volveré a verte, así que, por si acaso: cuídate mucho.

 

Nad, que no recordaba haberse sentido nunca tan disgustado como en aquel momento, echó a andar hacia la tumba de los Owens, y se alegró al ver que sus padres lo estaban esperando. Según se iba acercando, su alegría se transformó en preocupación: ?qué hacían los se?ores Owens allí plantados, uno a cada lado de la tumba, como si fueran figuras de una vidriera? No lograba descifrar la expresión de sus rostros.

 

Su padre avanzó un poco y lo saludó:

 

—Buenas noches, Nad. Confío en que estarás bien.

 

—Pues tirando, nada más —replicó Nad, que era lo que respondía el se?or Owens cuando algún amigo le hacía ese mismo comentario.

 

—La se?ora Owens y yo nos pasamos toda la vida deseando tener un hijo —le dijo su padre—. Pero creo que no habríamos podido tener uno mejor que tú, Nad.

 

El se?or Owens lo miraba con verdadero orgullo.

 

—Vaya, muchas gracias, pero… —Se volvió hacia su madre, convencido de que ella le explicaría qué era lo que estaba pasando, pero su madre ya no estaba allí—. ?Adonde se ha ido?

 

—?Oh, claro! —El se?or Owens parecía muy incómodo—. Esto… Bueno, ya conoces a Betsy. Hay cosas, momentos, en los que uno no sabe muy bien qué decir. En fin, ya sabes.

 

—No, no lo sé —replicó Nad.

 

—Me parece que Silas te está esperando —le dijo su padre, y desapareció.

 

Era más de medianoche. Nad se encaminó hacia la vieja capilla. El árbol que había nacido en el canalón del campanario se había caído durante la última tormenta, arrastrando en su caída unas cuantas tejas de pizarra.

 

El chico se sentó a esperar en el banco, pero no veía a Silas por ninguna parte.

 

Sopló una ráfaga de viento. Era una noche de verano, cuando los atardeceres parecen infinitos, y hacía calor, pero Nad sintió erizársele el vello de los brazos.

 

Entonces una voz le susurró al oído.

 

—Di que me vas a echar de menos, so melón.

 

—?Eres tú, Liza? —Llevaba más de un a?o sin ver a su amiga la bruja y sin saber nada de ella (desde la noche de los Jack)—. ?Dónde has estado metida todo este tiempo?

 

—Vigilando —respondió la ni?a—. ?Acaso una dama tiene que andar dando explicaciones sobre lo que hace en cada momento?

 

—?Me has estado vigilando?

 

Liza le susurró al oído:

 

—De verdad te lo digo, Nadie Owens, lo que hacéis los vivos con la vida es un verdadero despilfarro. Yo no sé para qué la quieres. Como mínimo, di que me echarás de menos.

 

—Pero ?adonde te vas? Claro que te voy a echar de menos, espero que…

 

—Serás idiota —susurró la voz de Liza Hempstock, y Nad sintió que la ni?a le acariciaba la mano—. Demasiado idiota para estar vivo.

 

Entonces también sintió los labios de Liza en la mejilla y en la comisura de los labios. Aquellos besos tan dulces lo desconcertaron de tal modo, que no supo qué decir, ni qué hacer.

 

—Yo también te voy a echar de menos —susurró la ni?a—. Siempre.

 

Una brisa repentina le desordenó los cabellos, o quizá fuera la mano de Liza, y Nad se dio cuenta de que volvía a estar solo en el banco.

 

Se levantó. Fue hasta la puerta de la capilla, levantó la piedra que había al lado del porche y cogió la llave que había debajo (la dejó allí un sacristán que murió muchos a?os atrás). Abrió la pesada puerta de madera sin siquiera probar si podía atravesarla como antes. La puerta chirrió, como si protestara.

 

El interior de la capilla estaba oscuro, y Nad se percató de que ya no podía ver en la oscuridad.

 

—Pasa, Nad —era la voz de Silas.

 

—No veo nada —observó Nad—. Esto está demasiado oscuro.

 

—?Tan pronto? —dijo Silas, y suspiró.

 

Nad oyó un frufrú de terciopelo y el ruido de una cerilla que sirvió para encender dos grandes cirios que había al fondo de la iglesia. A la luz de las velas, vio a su tutor, que estaba de pie junto a un gran baúl de cuero, tan grande que podría haber contenido el cuerpo de un hombre adulto. Al lado, se hallaba el maletín negro de Silas; Nad lo había visto ya en varias ocasiones, pero aún seguía impresionándolo.

 

El interior del baúl estaba forrado con una tela blanca.

 

El chico introdujo una mano y tocó el forro de seda y algo de tierra.

 

—?Es aquí donde duermes? —preguntó.

 

—Cuando estoy lejos de casa, sí —respondió Silas.

 

Nad se quedó muy desconcertado porque Silas ya vivía en el cementerio antes de que él llegara.

 

—?Esta no es tu casa?

 

Silas negó con la cabeza y le explicó:

 

—Mi casa está muy, muy lejos de aquí. Eso, si todavía sigue siendo un lugar habitable. Ha habido ciertos problemas en mi tierra natal, y la verdad es que no sé muy bien qué me encontraré cuando regrese.

 

—?Vuelves a tu casa? —preguntó Nad. Por lo visto, todo lo que hasta ahora le había parecido inmutable estaba cambiando—. ?Te vas, de verdad? Pero… Eres mi tutor.

 

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