El libro del cementerio

—Debe de ser muy agradable pertenecer a algún lugar, un sitio al que poder llamar hogar.

 

No se percibía el menor atisbo de nostalgia en su voz; por el contrario, hablaba de forma desapasionada, como si se limitara a constatar un hecho irrebatible. Y la se?ora Owens no lo rebatió.

 

—?Tardarán mucho en decidirse?

 

—No lo creo —respondió Silas—, pero se equivocaba.

 

Cada uno de los reunidos en el anfiteatro tenía su opinión y quería expresarla. Los que se habían metido en todo este lío no eran unos simples advenedizos, sino los Owens, y ése era un detalle que había que tener muy en cuenta, pues ambos eran gente respetable y respetada.

 

También había que tener en cuenta que Silas se había ofrecido a ser el tutor del ni?o (Silas vivía a caballo entre el mundo de los muertos y el de los vivos, y eso influía en que los habitantes del cementerio le tuvieran cierto respeto). Pese a ello… Normalmente, un cementerio no es una democracia, aunque, por otro lado, no hay nada más democrático que la muerte, así que los muertos tenían derecho a hablar y a decir si estaban a favor o en contra de permitir que el ni?o se quedara a vivir allí. Y aquella noche, por lo visto, todos estaban decididos a ejercer su derecho.

 

Transcurrían los últimos días del oto?o y amanecía tarde. Por eso, era de noche aún, pero ya se oía el ruido de los primeros coches bajando por la colina por entre la niebla matutina y, mientras los vivos se trasladaban a sus lugares de trabajo para comenzar la jornada, los muertos del cementerio seguían hablando del ni?o y tratando de tomar una decisión. Trescientas voces. Trescientas opiniones. Nehemiah Trot, el poeta, había empezado a exponer su opinión (aunque ninguno de los allí presentes tenía muy claro cuál era) cuando algo sucedió; algo capaz de silenciar a quienes tanto interés mostraban en dar su parecer, algo sin precedentes en la historia del cementerio.

 

Un formidable caballo blanco o, como dicen los entendidos, un tordo se paseaba tranquilamente por la ladera de la colina. Llegó precedido por el ruido de sus cascos y el chasquido de las ramas que iba partiendo a su paso a través de los matorrales de zarzas y aulagas que crecían por toda la ladera. Tenía la alzada de un Shire[2] -más de metro noventa de altura-, y aunque daba la impresión de ser la montura ideal para un caballero con armadura, quien iba montada sobre su desnudo lomo era una mujer, ataviada de gris de pies a cabeza; la larga falda y la esclavina que vestía parecían tejidas con tela de ara?a. La expresión de su rostro era plácida y serena.

 

Sin embargo, no era una desconocida para los muertos del cementerio, pues todos nos encontramos con la Dama de Gris al final de nuestros días, y eso es algo que nunca se olvida.

 

El caballo se detuvo junto al obelisco. El sol se asomaba tímidamente por oriente, y ese perlino resplandor que precede a la aurora dio pie a que los muertos se sintieran inquietos y los indujo a pensar que había llegado el momento de recogerse en la comodidad de sus hogares.

 

Aun así ninguno de ellos se movió, porque todos contemplaban a la Dama de Gris con una mezcla de emoción y temor. Por lo general, los muertos no son gente supersticiosa, pero la observaban como un augur romano observaría a los cuervos sagrados: buscando sabiduría, buscando una pista que les permitiera adivinar el futuro.

 

Y la Dama de Gris les dirigió la palabra, con una voz como el repiqueteo de un centenar de campanillas de plata: —Los muertos deben tener caridad. Y sonrió.

 

El caballo, que había aprovechado el alto para pastar un poco, dejó de comer. La dama le acarició el cuello, y el animal dio la vuelta y se alejó a medio galope por la ladera de la colina. El estrépito de los cascos se fue atenuando progresivamente hasta convertirse en un leve rumor, como el de un trueno lejano, y en cuestión de segundos, los perdieron de vista definitivamente.

 

Al menos, eso fue lo que dicen que pasó quienes asistieron aquella noche a la reunión en el anfiteatro.

 

Dando el debate por concluido, los muertos del cementerio votaron y tomaron una decisión: otorgarían la ciudadanía honorífica del cementerio al ni?o Nadie Owens.

 

Mamá Slaughter y Josiah Worthington, baronet, acompa?aron al se?or Owens hasta la cripta de la vieja capilla para comunicarle a la se?ora Owens la feliz noticia.

 

Ella no pareció sorprenderse cuando le contaron que la mismísima Dama de Gris se había presentado allí para interceder por el ni?o.

 

—Pues me parece muy bien —dijo—. En este cementerio hay muchos majaderos que no tienen ni medio dedo de frente.

 

—Pero ella sí. Ella sí que sabe.

 

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