El libro del cementerio

Nad asintió y llegó a la conclusión de que al padre de Scarlett debían de interesarle las cosas imaginarias.

 

Todas las tardes, ambos ni?os paseaban juntos por el cementerio, iban pasando un dedo por las letras grabadas en las lápidas para descifrar las palabras allí escritas y, a continuación, las copiaban en el papel. Nad le contaba a Scarlett lo que sabía de la gente que habitaba cada tumba o mausoleo, y ella le explicaba cuentos, o le hablaba del mundo que había más allá de la verja del cementerio: los coches, los autobuses, la televisión, los aviones (Nad los había visto volar por el cielo y creía que eran unos pájaros de plata que hacían mucho ruido, pero hasta ese momento no había sentido la menor curiosidad por saber algo más de ellos). El ni?o, por su parte, también le contaba cosas sobre las distintas épocas en que habían vivido las personas que estaban enterradas en aquellas tumbas; le habló, por ejemplo, de Sebastian Reeder que había estado una vez en Londres y había visto a la reina; ésta era una se?ora gorda con gorro de piel que miraba a todo el mundo por encima del hombro y no hablaba inglés.

 

Sebastián Reeder no se acordaba ya de qué reina era la que había visto, pero le parecía recordar que no había reinado mucho tiempo.

 

—?Y en qué a?o fue eso? —preguntó Scarlett.

 

—Pues, antes de 1583, porque en su lápida dice que murió ese a?o.

 

—?Quién es el más viejo de todos los que están enterrados en este cementerio?

 

Nad reflexionó unos segundos, con el entrecejo fruncido, antes de responder: —Seguramente, Cayo Pompeyo. Se presentó aquí cien a?os después de que llegaran los primeros romanos; me ha hablado de eso alguna vez. Le gustaban mucho las calzadas.

 

—?Y es el más viejo de todos?

 

—Me parece que sí.

 

—?Podemos jugar a las casitas en esa casa de piedra?

 

—No puedes entrar; está cerrada con llave. Todas lo están.

 

—?Y tú sí puedes entrar?

 

—Claro que sí.

 

—?Y por qué yo no?

 

—Son cosas de este lugar. Yo tengo la ciudadanía del cementerio, y por eso puedo entrar en todas partes.

 

—Yo quiero jugar a las casitas en esa casa de piedra.

 

—No puedes, ya te lo he dicho.

 

—Pues eres muy malo.

 

—No.

 

—Malísimo.

 

—No.

 

Scarlett metió las manos en los bolsillos de su anorak y echó a andar colina abajo sin despedirse siquiera, convencida de que Nad le ocultaba algo, pero sospechando al mismo tiempo que no estaba siendo justa con él, cosa que le fastidiaba todavía más.

 

Aquella noche, mientras cenaban, les preguntó a sus padres si había habido gente viviendo en Inglaterra antes de que llegaran los romanos.

 

—?Dónde has oído tú hablar de los romanos? —quiso saber su padre.

 

—Todo el mundo sabe lo de los romanos —respondió ella, muy repipi—. Bueno, ?había alguien, o no?

 

—Estaban los celtas —dijo su madre—. Ellos ya vivían aquí cuando llegaron los romanos; fue el pueblo que tuvieron que conquistar.

 

En el banco de al lado de la iglesia, Nad sostenía una conversación similar.

 

—?El más viejo, dices? —dijo Silas—. Pues la verdad es que no lo sé, Nad. El más viejo de los que yo conozco es Cayo Pompeyo. Pero ya había gente viviendo aquí antes de la llegada de los romanos. Hubo diversos pueblos que se establecieron en este país mucho antes de que vinieran los romanos. ?Qué tal vas con las letras?

 

—Bien, creo. ?Cuándo me vas a ense?ar a escribir todo seguido? Silas reflexionó unos instantes y dijo: —Hay personas muy cultas enterradas en este lugar, y estoy seguro de que podré convencer a algunas de ellas para que te den clase. Haré unas cuantas pesquisas.

 

Nad se puso como loco y se imaginó un futuro en el que podría leer cualquier cosa, un futuro lleno de cuentos por descubrir.

 

En cuanto Silas abandonó el cementerio para ocuparse de sus cosas, el ni?o se acercó al sauce que había junto a la vieja capilla y llamó a Cayo Pompeyo. El provecto romano salió de su tumba bostezando.

 

—?Ah, eres tú, el ni?o vivo! —exclamó—. ?Cómo estás, ni?o vivo?

 

—Muy bien, se?or.

 

—Estupendo, me alegro mucho.

 

El cabello del romano se veía blanco bajo la luz de la luna; el anciano llevaba puesta la toga con la que lo habían enterrado, además de una gruesa camiseta y un calzón largo debajo, porque hacía mucho frío en aquel rincón del mundo; de hecho, el único lugar en el que había pasado más frío que allí había sido en Hibernia, un poco más al norte, donde los hombres parecían más animales que humanos y se cubrían el cuerpo con pieles de color naranja; eran tan salvajes que ni siquiera los romanos lograron conquistarlos, así que simplemente construyeron un muro para dejarlos confinados en su invierno perpetuo.

 

—?Es usted el más viejo? —le preguntó Nad.

 

—?Quieres decir el más viejo del cementerio? Sí, en efecto.

 

—Entonces, ?fue usted el primero en ser enterrado aquí?

 

El romano vaciló un momento, y respondió:

 

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