El libro del cementerio

—Prácticamente el primero. Hubo otro pueblo que se estableció en la isla antes que los celtas. Uno de ellos fue enterrado aquí.

 

—?Ah! —Nad se quedó pensando un instante—. ?Y dónde está su tumba?

 

Cayo se?aló hacia la cumbre de la colina.

 

—?Allí arriba? —cuestionó Nad.

 

Cayo negó con la cabeza.

 

—?Entonces?

 

—En la colina —dijo el romano revolviéndole el pelo al chiquillo—, en el interior de la colina. Verás, yo fui traído aquí por mis amigos, y detrás iban las autoridades locales y los mimos, portando las máscaras funerarias de mi mujer, que murió a causa de una fiebre en Camulodonum, y de mi padre, muerto en una escaramuza fronteriza en la Galia.

 

?Trescientos a?os después de mi fallecimiento, un granjero que buscaba nuevos pastos para su ganado descubrió la roca que cubría la entrada, la apartó y se adentró en las entra?as de la colina, pensando que a lo mejor encontraba un tesoro escondido. Salió poco tiempo después, pero sus negros cabellos se habían vuelto tan blancos como los míos…

 

—?Qué fue lo que vio?

 

Cayo tardó unos segundos en contestar:

 

—Nunca explicó nada y no volvió a entrar jamás. Colocaron de nuevo la roca en su sitio y, con el tiempo, la gente se olvidó. Pero posteriormente, hace doscientos a?os, cuando construyeron el panteón de Frobisher, encontraron la roca otra vez. El joven que la descubrió so?aba con hacerse rico, así que no se lo dijo a nadie, y tapó la entrada con el ataúd de Ephraim Pettyfer. Una noche, creyendo que nadie lo veía, se decidió a bajar.

 

—?Y tenía el pelo blanco cuando salió?

 

—No salió nunca.

 

—Hum. ?Vaya! Entonces, ?sigue ahí dentro?

 

—No lo sé, joven Owens. Pero yo lo percibí, hace mucho tiempo, cuando este lugar estaba vacío. Noté que había algo allí, en el interior de la colina, esperando.

 

—?Y qué es lo que esperaba?

 

—Yo únicamente percibí que esperaba, nada más, afirmó Cayo Pompeyo.

 

Scarlett llevaba un enorme libro ilustrado; se sentó junto a su madre en el banco verde, situado junto a la puerta del cementerio, y se puso a leer mientras su madre hojeaba un suplemento educativo. Scarlett disfrutaba del sol primaveral mientras trataba de ignorar al ni?o que le hacía gestos, en primer lugar desde detrás de un monumento cubierto de hiedra, y después, cuando ella decidió no volver a mirar en esa dirección, desde detrás de una lápida sobre la que apareció por sorpresa, gesticulando frenéticamente, pero la ni?a lo ignoró.

 

Por fin dejó el libro sobre el banco.

 

—Mami, me voy a dar una vuelta.

 

—Pero no te apartes del sendero, cari?o.

 

Siguió por el sendero hasta doblar la esquina, y vio que Nad le hacía se?as desde un poco más arriba. Ella le sacó la lengua y le dijo: —He averiguado algunas cosas.

 

—Yo también —replicó Nad.

 

—Hubo otro pueblo antes de los romanos explicó Scarlett. Mucho antes. Quiero decir que vivieron aquí, y cuando morían, los enterraban en estas colinas, con tesoros y cosas así. Se llamaban túmulos.

 

—Claro. Eso lo explica todo. ?Quieres ver uno? ?Ahora? —Scarlett no parecía muy decidida.

 

—Es una trola; tú no tienes ni idea de dónde hay uno, ?a que no? Y, además, ya sabes que hay sitios donde yo no puedo entrar.

 

Scarlett lo había visto atravesar las paredes, como si fuera una sombra.

 

Sacando una gigantesca y oxidada llave de hierro, Nad dijo:

 

—La encontré en la capilla, y creo que abre casi todas las puertas de ahí arriba. Usaban la misma llave para todas ellas; por comodidad, ?sabes?

 

Los ni?os subieron juntos la empinada cuesta.

 

—?Seguro que me estás diciendo la verdad? —Nad asintió, con una tímida sonrisa de felicidad.

 

—?Vamos! —le dijo a Scarlett.

 

Era un perfecto día de primavera: el aire vibraba con el canto de los pájaros y el zumbido de las abejas; los narcisos se mecían con la brisa, así como algunos lirios tempraneros que salpicaban la ladera, y el azul de las nomeolvides y el amarillo de las redondas prímulas destacaban sobre el verde tapiz de hierba. Los ni?os continuaron subiendo hasta el peque?o mausoleo de Frobisher. De dise?o sencillo y anticuado, representaba una casita de piedra con una verja de metal que hacía las veces de puerta. Nad la abrió con la llave y entraron.

 

—Se trata de un agujero —explicó Nad—, no de una puerta. Está detrás de uno de los ataúdes.

 

Encontraron la entrada detrás de un ataúd situado en la repisa del fondo; era un agujero muy peque?o, tanto que había que tumbarse en el suelo para poder entrar.

 

—Es ahí abajo —dijo Nad—. Tenemos que bajar por ahí.

 

Así las cosas, a Scarlett ya no le pareció tan divertida aquella aventura, de modo que objetó: —Está muy oscuro. No vamos a ver nada.

 

Yo no necesito luz para ver. Al menos, dentro del cementerio.

 

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