El libro del cementerio

Pero yo sí. Y está muy oscuro.

 

Nad se puso a pensar en qué le diría a su amiga para tranquilizarla, algo como: ?Ahí abajo no hay nada malo?, pero con lo que Cayo Pompeyo le había contado sobre aquel hombre que salió del interior de la colina con el cabello encanecido, y aquel otro que nunca volvió a aparecer, era consciente de que no podía pronunciar una frase como ésa sin sentirse culpable, así que al fin determinó: —Bajaré yo. Tú espérame aquí.

 

—?Me vas a dejar sola? —lo interpeló la ni?a con el entrecejo fruncido.

 

—Bajo rápido a ver quién hay ahí y subo enseguida a contártelo todo.

 

Nad se tumbó en el suelo y se introdujo a gatas por el agujero. Dentro había espacio suficiente para ponerse de pie, y distinguió también unos escalones cavados en la propia roca.

 

—Ahora voy a bajar por la escalera —anunció.

 

—?Hay que bajar mucho?

 

—Yo diría que sí.

 

—Si me llevas de la mano y me vas diciendo dónde poner los pies —dijo Scarlett—, iré contigo. Pero tienes que ayudarme para que no me caiga.

 

—Vale —aceptó Nad, y la ni?a se echó al suelo y también entró a gatas por el agujero.

 

—Puedes ponerte de pie —le dijo Nad cogiéndola de la mano—. Justo aquí empiezan los escalones. Sólo tienes que dar un paso más. Eso es. Espera, deja que yo baje delante.

 

—?De verdad puedes ver estando todo tan oscuro?

 

—No tan bien como a plena luz, pero sí veo.

 

Bajaron por la escalera hacia el interior de la colina, Nad guiaba a Scarlett para que no tropezara y, mientras, le iba describiendo lo que veía.

 

—La escalera continúa. Los escalones son de piedra y el techo, también. Y en esta pared hay un dibujo.

 

—?Cómo es?

 

—Una C de Cerdo grande y peluda, me parece. Y tiene cuernos. También hay otro dibujo, como un nudo o algo así. Pero no sólo está pintado, sino grabado en la roca, ?lo notas? Y colocó los dedos de la ni?a sobre el dibujo.

 

—?Sí, es verdad! —exclamó ella.

 

—A partir de aquí los escalones se hacen más grandes. Estamos llegando a un espacio amplio, como una habitación, pero la escalera sigue bajando. No te muevas. Vale, ahora yo estoy exactamente entre ese espacio amplio y tú. Ve tocando la pared con la mano izquierda.

 

Los ni?os siguieron bajando.

 

—Un escalón más y llegamos al suelo —dijo Nad—. Ten cuidado, no es del todo liso.

 

Aquella última estancia era peque?a. Había una laja de piedra en el suelo y una repisa baja en un rincón, con varios objetos peque?os encima; huesos, huesos muy viejos, se esparcían por el suelo, aunque delante mismo de los escalones Nad encontró un cadáver, vestido con los harapos de un abrigo largo marrón.

 

?El joven que so?aba con hacerse rico?, pensó el ni?o. ?Seguro que se resbaló y cayó rodando por la escalera.? Oyeron una especie de siseo alrededor, como una serpiente avanzando sobre un lecho de hojas secas.

 

Scarlettle apretó la mano.

 

—?Qué es eso? ?Ves algo?

 

—No.

 

La ni?a gimió levemente; entonces Nad vio algo y, sin necesidad de preguntar, supo de inmediato que ella también lo veía. Gracias a una luz que había al final de la estancia, distinguieron a un hombre que caminaba hacia ellos, y Nad oyó que Scarlett ahogaba un grito.

 

El hombre parecía bien conservado, pero era evidente que hacía mucho tiempo que había muerto. Su piel estaba totalmente recubierta de dibujos (pensó Nad) o de tatuajes (pensó Scarlett), y alrededor del cuello llevaba un collar de largos y afilados dientes.

 

—?Soy el due?o y se?or de este lugar! —exclamó el hombre, pero sus palabras sonaban tan cascadas y guturales que casi no parecían palabras—. ?Guardo este lugar de todo aquel que quiera destruirlo! —Sus ojos eran enormes, pero Nad se fijó en que daba esa impresión porque los rodeaba un círculo de color azulado, y la cara le adquiría un aspecto semejante al de un búho.

 

—?Quién eres? —preguntó Nad apretando con fuerza la mano de Scarlett.

 

El Hombre índigo hizo oídos sordos a la pregunta y se limitó a mirarlos con aire feroz.

 

—?Abandonad este lugar enseguida! —La mente de Nad percibió estas palabras, palabras que de nuevo le sonaron como un gru?ido gutural.

 

—?Nos va a hacer algo malo? —preguntó Scarlett.

 

—No lo creo —repuso Nad. Luego le habló al Hombre índigo tal como le habían ense?ado—. Debes saber que poseo la ciudadanía de este cementerio y puedo ir a donde yo quiera.

 

El Hombre índigo no reaccionó en absoluto, y este hecho desconcertó por completo a Nad, porque hasta los habitantes más irascibles del cementerio se habrían calmado al escuchar esta declaración. Entonces el ni?o preguntó: —Scarlett, ?tú lo ves?

 

—Pues claro que lo veo. Es un hombre grande y peligroso, lleno de tatuajes, y quiere matarnos. ?Nad, dile que se vaya!

 

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