El libro del cementerio

—Un zorro, eso fue lo que vio. Hacen unos ruidos francamente extra?os, no es difícil confundirlos con un llanto humano. Ha cometido usted un error al venir aquí, caballero. El bebé que anda buscando estará esperándolo en alguna parte pero, desde luego, aquí no.

 

El extra?o esperó un momento para dar tiempo a que esa idea se asentará en el cerebro de Jack, y luego, con una elegante reverencia, le abrió la puerta.

 

—He tenido mucho gusto en conocerlo le aseguró. Confío en que ahí fuera encontrará usted todo cuanto necesite.

 

El hombre Jack salió y se quedó quieto junto a la puerta del cementerio, y el extra?o, a quien él había tomado por el guarda, echó la llave y la puso a buen recaudo.

 

—?Adónde va? —le preguntó el hombre Jack.

 

—Hay otras puertas, además de ésta —respondió el extra?o—. Tengo el coche aparcado al otro lado de la colina. Pero hágase a la idea de que no estoy aquí. Es más, olvídese de esta conversación.

 

—Sí —replicó el hombre Jack, amistoso—, eso haré.

 

Recordaba haber subido hasta allí, y si bien al principio le había parecido ver a un ni?o, éste resultó ser un zorro, y recordaba también que un guarda muy amable lo había acompa?ado hasta la calle. Así pues, guardó el pu?al en su funda.

 

—En fin —dijo—. Buenas noches.

 

—Buenas noches, caballero —le respondió el extra?o a quien había confundido con el guarda.

 

El hombre Jack echó a andar colina abajo, y continuó buscando al bebé.

 

Oculto entre las sombras, el extra?o lo vigiló hasta perderlo de vista. Luego subió a la explanada situada un poco más abajo de la cima, dominada por un obelisco y una lápida conmemorativa dedicada a Josiah Worthington due?o de la destilería local, político y, posteriormente, baronet, quien, casi trescientos a?os atrás, compró el viejo cementerio y los terrenos colindantes para más tarde cedérselos al ayuntamiento aperpetuidad. Pero, previamente, el viejo Josiah se reservó el mejor emplazamiento un anfiteatro natural desde el cual se veía la ciudad entera, y mucho más y se aseguró de que el cementerio seguiría siempre cumpliendo esa función, y por eso, todos sus habitantes le estaban muyagradecidos, pero no tanto como Josiah Worthington, baronet, creía que deberían estar.

 

En el cementerio había más o menos unas diez mil almas, pero la mayoría de ellas dormían profundamente, o no sentían el menor interés por los asuntos nocturnos del lugar; por esa razón los que se hallaban reunidos en aquel momento en el anfiteatro a la luz de la Luna no llegaban a trescientos.

 

El extra?o se unió a ellos con tanto sigilo como la propia niebla y, desde las sombras, observó el desarrollo del procedimiento sin decir nada.

 

En aquel preciso instante, era Josiah Worthington quien estaba en el uso de la palabra.

 

—Mi querida se?ora Owens, su obstinación resulta… En fin, ?no se da usted cuenta de lo ridículo de esta situación?

 

—No —respondió—. La verdad es que no.

 

La mujer estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, y tenía al ni?o dormido en su regazo. Ella le sujetaba la cabeza con sus pálidas manos.

 

—Con la venia de Su Se?oría. Lo que mi esposa quiere decir —intervino el se?or Owens—, es que no es así como ella lo ve. Sólo intenta cumplir con lo que considera su deber.

 

El se?or Owens conoció a Josiah Worthington en vida; de hecho, elaboró buena parte del exquisito mobiliario que decoraba la mansión del baronet, situada en las afueras de la vecina población de Inglesham, y, aun después de muerto, seguía imponiéndole mucho respeto.

 

—?Su deber? —se extra?ó Josiah Worthington meneando la cabeza, como si intentara sacudirse de encima una telara?a—. Usted, se?ora mía, se debe a este cementerio y a la comunidad de espíritus inmateriales que en él habitan, y su deber en este preciso instante consiste endevolver a esa criatura a su verdadero hogar que, dicho sea de paso, no es este cementerio.

 

—Su madre me la confió a mí —replicó la se?ora Owens, como si ese sencillo argumento bastara para zanjar la discusión.

 

—Mi querida se?ora…

 

—Yo no soy su querida se?ora —lo interrumpió la mujer poniéndose en pie—. Y, si he de serle sincera, ni siquiera entiendo qué hago yo aquí hablando ante un hatajo de acémilas con más a?os que Matusalén, cuando debería estar ocupándome de este ni?o, que se va a despertar de un momento a otro y lo más probable es que esté muerto de hambre… Y lo que a mí me gustaría saber es dónde voy a encontrar comida para alimentarlo en este dichoso cementerio.

 

—Y ése es en definitiva el quid de la cuestión —terció entonces Cayo Pompeyo—. ?Qué piensa usted darle de comer? ?Cómo va a cuidar de él? Los ojos de la se?ora Owens eran puro fuego cuando respondió:

 

—Soy perfectamente capaz de cuidar a este bebé. Y lo haré tan bien como su propia madre. Ella misma me lo dejó a mi cargo. Fíjese: lo tengo en brazos, ?verdad? Lo estoy tocando.

 

—Vamos, Betsy, sé razonable —dijo Mamá Slaughter, una anciana muy menuda que aún lucía el enorme gorro y la capa con los que fue enterrada—. ?Dónde va a vivir?

 

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