El libro del cementerio

Olfateó de nuevo el aire. Después, sin prisa, la emprendió colina arriba.

 

Desde que el bebé echara a andar, había sido para sus padres motivo de alegría y de preocupación a partes iguales, pues no paraba quieto un momento: correteaba por todas partes, se subía a los muebles y entraba y salía de los huecos más inesperados. Aquella noche elpeque?o se despertó al oír algo que se estrellaba contra el suelo en el piso de abajo. Y una vez despierto, no tardó en aburrirse, así que se puso a buscar el modo de salir de la cuna. Las barandillas eran muy altas, igual que las del parque que tenía en la planta baja, pero estaba convencido de que podría trepar y saltar de la cuna. Sólo necesitaba algo que le sirviera de escalón…

 

Colocó su osito de peluche, grande y rubio, en un rincón de la cama y, luego, agarrándose a los barrotes con sus diminutas manitas, puso un pie sobre las patas del osito, el otro en la cabeza, y se dio impulso para pasar la pierna por encima de una barandilla y se dejó caer al suelo.

 

Fue a aterrizar sobre un montón de peluches que amortiguaron el golpe; algunos de ellos se los habían regalado con motivo de su primer cumplea?os, hacía menos de seis meses, y otros los había heredado de su hermana mayor. Se llevó un susto al toparse con el suelo de maneratan brusca, pero no lloró porque si llorabas, aparecían papá o mamá y te volvían a meter en la cuna.

 

Gateando, salió de la habitación.

 

Los escalones eran cosas muy peligrosas y difíciles de subir, y aún no se manejaba con soltura en ese terreno. Sin embargo, había descubierto que bajarlos resultaba bastante sencillo. Sólo tenía que sentarse en el primero y arrastrar su empaquetado culete de escalón en escalón.

 

Llevaba puesto el tete. Su madre estaba intentando convencerlo de que ya era muy mayor para usar chupete.

 

Con el trasiego de bajar la escalera, el pa?al se le había ido aflojando y, cuando llegó al último escalón y se puso de pie, se le cayó. Lo apartó con sus piececitos y se quedó solamente con la camiseta del pijama. Subir por aquellos empinados escalones para volver a su habitación o despertar a sus padres se le antojaba demasiado complicado; en cambio, la puerta de la calle estaba abierta y resultaba muy tentadora…

 

El ni?o salió de la casa con paso vacilante, mientras la niebla se le enroscaba alrededor, recibiéndolo como se recibe a un amigo después de muchos a?os sin verlo. Al principio echó a andar con inseguridad, pero poco a poco se afianzó y, aunque bamboleándose, caminó más deprisa colina arriba.

 

A medida que se acercaba a lo alto de la colina, la niebla se iba haciendo menos densa y la luz de la luna creciente, si bien no tan clara como la luz del día, resultaba más que suficiente para ver el cementerio.

 

?Mirad! Allí estaba la vieja iglesia funeraria, con su verja de hierro cerrada con candado, su torre cubierta de hiedra y un arbolito que crecía en el canalón, a la altura del tejado.

 

También se veían lápidas, tumbas, panteones y placas conmemorativas, y algún que otro conejo correteando por entre las tumbas, o un ratón, o una comadreja que, saliendo de entre la maleza, atravesaban el sendero.

 

Todas estas cosas podríais haber visto aquella noche, a la luz de la Luna, si hubierais estado allí.

 

Aunque quizá no habríais podido distinguir a una mujer pálida y regordeta que caminaba por dicho sendero, cerca de la puerta principal; y de haberla visto, al mirarla con más atención por segunda vez, os habríais dado cuenta de que no era más que una sombra hecha de niebla y de luz de Luna. No obstante, aquella mujer pálida y regordeta estaba efectivamente allí, y se dirigía hacia un grupo de viejas lápidas situadas cerca de la puerta principal.

 

Las puertas del cementerio estaban cerradas. En invierno se cerraban a las cuatro, y en verano, a las ocho. Una verja de hierro con barrotes acabados en punta rodeaba la mayor parte del cementerio, y el resto del perímetro quedaba protegido por una alta tapia de ladrillo.

 

El espacio que separaba los barrotes era lo suficientemente estrecho para que nadie pudiera colarse por él, ni siquiera un ni?o de diez a?os…

 

—?Owens! —gritó la mujer. Su voz sonaba como el susurro del viento entre los árboles—. ?Owens! ?Ven, tienes que ver esto! —Se agachó, mirando algo que había en el suelo, mientras se acercaba otra sombra, que resultó ser un hombre canoso, de unos cuarenta y tantos a?os. El hombre miró a su esposa y, a continuación, desvió la vista hacia lo que ella contemplaba. Perplejo, se rascó la cabeza.

 

—Se?ora Owens —dijo, pues pertenecía a una época en la que el trato era mucho más formal que ahora—, ?es esto lo que creo que es?

 

Y justo en ese momento, aquello que estaba siendo observado debió de ver a la se?ora Owens, pues abrió la boca, dejando caer el chupete, y alargó su regordeta manita como si quisiera agarrar el pálido dedo de la mujer.

 

—Que me aspen —masculló el se?or Owens— si esto no es un bebé.

 

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