El libro del cementerio

—Márchese —aconsejó Cayo Pompeyo a la se?ora Owens—. Seguiremos dilucidando todo esto sin usted.

 

La se?ora Owens se sentó a esperar en el banco que había a la puerta de la iglesia. Hacía más de cuarenta a?os que aquel edificio, de apariencia tan sencilla una peque?a iglesia con un modesto campanario, había pasado a formar parte del patrimonio histórico-artístico de la región. El ayuntamiento determinó que saldría demasiado caro restaurarla y, como no era más que una capilla situada en medio de un viejo cementerio en desuso, se limitó a poner un candado en la puerta, confiando en que el tiempo terminaría por derruirla. La hiedra recubría todas lasfachadas, pero como los cimientos eran muy sólidos, nadie dudaba que aguantaría en pie otro siglo más.

 

El ni?o se había quedado dormido de nuevo entre los brazos de la se?ora Owens, quien lo mecía suavemente mientras le cantaba una nana, una que solía cantarle su madre cuando ella era peque?a (allá por el tiempo en que los hombres empezaron a usar pelucas empolvadas). La letra de la canción decía así:

 

 

Duerme, duerme mi sol,

 

duerme hasta que llegue el albor.

 

Cuando seas mayor,

 

si no me equivoco,

 

viajarás por todo el mundo,

 

besarás a un príncipe,

 

bailarás un poco,

 

hallarás tu nombre y un tesoro ignoto…

 

 

 

Al llegar a este último verso, la se?ora Owens descubrió que no se acordaba de cómo terminaba la canción. Le parecía recordar que el verso final decía algo así como ?… y una loncha de beicon peludo?, pero a lo mejor estaba mezclando las letras de dos canciones, de modo que se puso a cantarle El hombre de la luna que bajó con demasiada premura y, después, con su dulce voz de campesina, entonó otra canción más reciente que hablaba de un ni?o que se estaba comiendo un bizcocho y, hurgando con el dedo, acabó sacándole una pasa. Y poco después, cuando empezaba a cantarle una extensa balada sobre un joven hidalgo al que su enamorada decidió envenenar sin motivo aparente con un pez ponzo?oso[1], apareció Silas con una caja de cartón en la mano.

 

Mire lo que le traigo, se?ora Owens —dijo—. Comida rica y abundante para un ni?o en edad de crecer. Podríamos utilizar la cripta como despensa, ?le parece? —Silas quitó el candado y abrió la cancela de hierro. La se?ora Owens entró y miró con aprensión los estantes y losbancos destartalados apoyados contra una de las paredes.

 

Los archivos parroquiales estaban guardados en cajas llenas de moho apiladas en un rincón, y al otro lado, tras una puerta abierta, se veía un peque?o servicio victoriano con un retrete y un lavabo con un único grifo de agua fría.

 

A todo esto el ni?o abrió los ojos y miró alrededor.

 

—Este parece un buen sitio para guardar la comida. Es fresco, y así los alimentos se conservarán mejor —afirmó Silas mientras sacaba un plátano de la caja.

 

—?Podrías explicarle a esta pobre vieja qué diantre es eso? —preguntó la se?ora Owens mirando con suspicacia aquel objeto amarillo con manchas marrones.

 

—Se llama plátano; es una fruta tropical. Creo que para poder comerlo hay que quitarle la corteza explicó Silas. Así.

 

El ni?o Nadie intentó escapar de los brazos de la se?ora Owens, y ella lo dejó en el suelo. Gateando como un loco, fue hacia Silas y se le agarró a las perneras del pantalón para ponerse de pie.

 

Silas le dio el plátano. Y la se?ora Owens lo contempló mientras se lo comía.

 

—Plá-ta-no —silabeó con extra?eza la mujer—. Es la primera vez que oigo hablar de esa fruta. ?A qué sabe?

 

—Pues no tengo ni la más remota idea —respondió Silas, cuya dieta incluía un único alimento (y no era el plátano, precisamente)—. Mire, aquí podría usted preparar una cama para el ni?o.

 

—De ninguna manera. ?Cómo le voy a poner una cama aquí, con lo bonita y lo amplia que es la tumba que tenemos Owens y yo junto al macizo de los narcisos? Allí hay sitio más que suficiente para el peque?o. Y además —a?adió temiendo que Silas lo tomara como un desaire—, no quiero que el ni?o te moleste.

 

—No sería ninguna molestia.

 

El bebé se había terminado ya el plátano, aunque algún trozo le había embadurnado el rostro. él, sin embargo, sonreía satisfecho, con la cara sucia y las mejillas sonrosadas.

 

—Pátano —pronunció la criatura con voz cantarína.

 

—Pero qué listo es mi ni?o, ?y cómo se ha puesto! A ver, déjame que te limpie, galopín… —dijo la se?ora Owens, y le quitó los pegotes de plátano que le manchaban la ropa y el cabello—. ?Qué crees que decidirán?

 

—No lo sé.

 

—No puedo abandonarlo, y mucho menos después de la promesa que le hice a su madre.

 

—He sido muchas cosas a lo largo de mi vida —afirmó Silas—, pero madre no he sido nunca. Y no tengo intención de serlo ahora. Pero yo sí puedo marcharme de aquí…

 

—Pues yo no. Mis huesos están enterrados aquí y los de Owens también. Nunca abandonaré este lugar replicó la se?ora Owens.

 

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