Bruja mala nunca muere

Bruja mala nunca muere by Kim Harrison

 

 

 

Para el hombre que dijo que le gustaba mi sombrero.

 

 

 

 

 

Capítulo 1

 

 

Estaba de pie en la penumbra de la desierta entrada de una tienda frente al bar Sangre y Brebajes, intentando disimular mientras me recolocaba los pantalones de cuero en su sitio. Esto es patético, pensé observando la calle vacía por la lluvia. Soy demasiado buena para esto.

 

Detener a brujas sin licencia o practicantes de magia negra estaba dentro de mi línea de trabajo habitual, ya que solo una bruja puede cazar a otra. Pero las calles estaban más tranquilas de lo normal esta semana. Todo el que podía se había ido a la Costa Oeste para la convención anual, dejándome con esta joya de encargo. Se trataba de una simple detención. Era sencillamente mala suerte que aún estuviera aquí en la oscuridad bajo la lluvia.

 

—?A quién quiero enga?ar? —susurré, subiéndome en el hombro la correa de mi bolso. En un mes no me habían mandado seguir ni a una sola bruja, sin licencia, blanca, negra ni de ninguna clase. Detener al hijo del alcalde por transformarse cuando no había luna llena no había sido muy buena idea.

 

Un coche elegante apareció por la esquina. Parecía negro bajo las farolas de mercurio de la calle. Era la tercera vez que daba la vuelta a la manzana. Una mueca se dibujó en mi cara cuando pasó más despacio frente a mí.

 

—?Joder! —dije por lo bajo—. Necesito un portal más oscuro.

 

—Se cree que eres una puta, Rachel —se rió en mi oído mi ayudante—. Te dije que el top de cuello era chabacano.

 

—Jenks, ?no te ha dicho nunca nadie que hueles como un murciélago borracho? —mascullé casi sin mover los labios. Mi ayudante estaba esta noche inquietantemente cerca, de hecho se había colgado de mi pendiente. Era grande y largo; me refiero al pendiente, no al pixie. Jenks se había revelado como un mocoso pretencioso con malos modos y un carácter a juego. Pero sabía de qué lado del jardín provenía su néctar y además parecía que un pixie era lo mejor que me dejaban sacar desde lo del incidente con la rana. Yo habría jurado que las hadas eran demasiado grandes para caber dentro de la boca de una rana.

 

Me acerqué al bordillo mientras el coche se detenía con un chirrido sobre el asfalto mojado. Sonó el motor del elevalunas eléctrico al bajarse el cristal tintado y me incliné, mostrando con una amplia sonrisa mi identificación oficial. La lasciva mirada del se?or Cejijunto se esfumó y su cara se quedó pálida. El coche volvió a acelerar con un ligero rechinar de neumáticos.

 

—Pardillo —dije con desdén—. No, pensé de pronto. Era un normal, un humano. Aunque fuesen acertados, los términos ?pardillo?, ?becario?, ?canijo?, ?mascota? y mi favorito, ?tentempié?, eran políticamente incorrectos. Aunque si se dedicaba a recoger gente solitaria en los Hollows, bien podría llamarlo directamente fiambre.

 

El coche ni siquiera se detuvo en el semáforo en rojo. Me giré hacia los silbidos de las putas que había echado de su sitio hacia el anochecer. No estaban muy contentas paseando descaradamente frente a mí. Les hice un gesto con la mano y la más alta se giró para mostrarme su diminuto trasero retocado con algún hechizo. La furcia y su corpulento ?amigo? hablaban muy alto e intentaban esconder el pitillo que se pasaban entre ellos. No olía a tabaco normal, pero no era asunto mío, al menos esta noche, pensé volviendo a mi penumbra.

 

Me apoyé en la fría piedra del edificio. Mi vista se detuvo en las luces rojas de un coche que frenaba. Frunciendo el ce?o, me observé a mí misma. Era alta para la media femenina (algo más de un metro setenta), pero ni de lejos tenía las piernas tan largas como la furcia del siguiente hueco sin luz. Ni tampoco llevaba tanto maquillaje como ella. Siendo estrecha de caderas y con el pecho casi plano, no era precisamente buen material para hacer la calle. Antes de conocer las tiendas de los leprechaun compraba en la sección de ?Tu primer sujetador? y allí era complicado encontrar algo sin corazones o unicornios.

 

Mis ancestros habían emigrado a los EE. UU. hacia 1800. Curiosamente, a lo largo de las generaciones, todas las mujeres lograron mantener el inconfundible pelo rojo y los ojos verdes de nuestra patria: Irlanda. Mis pecas, sin embargo, quedaban escondidas bajo un hechizo que me regaló mi padre cuando cumplí los trece. Me hizo un anillo para el me?ique con el diminuto amuleto. Nunca salgo de casa sin él.

 

Se me escapó un suspiro mientras volvía a colocarme el bolso en el hombro. Los pantalones de cuero, los botines rojos y el top de cuello no diferían mucho de lo que solía ponerme los viernes para fastidiar a mis jefes, pero para estar en una esquina de noche…