Bruja mala nunca muere

Jenks nunca se daba cuenta de cuándo dejaba de escucharle. No había dicho nada del ala, así que supuse que estaba bien. Me refugié en el fondo de mi banco, hundiéndome en mi miseria mientras Jenks seguía soltando polvillo. Estaba oficialmente jodida. Si volvía con las manos vacías no me encargarían nada más que alborotos en luna llena y quejas por amuletos defectuosos hasta la próxima primavera. Nada de esto era culpa mía.

 

Ahora que Jenks no podía volar sin llamar la atención, más me valía irme a casa. Si le compraba unas setas maitake quizá no le contara al encargado de asignaciones cómo se torció el ala. Pero ?qué diablos! ?Por qué no mejor lo celebraba? Una especie de última juerga antes de que mi jefe clavara mi escoba a un árbol, por así decirlo. Podría parar en el centro comercial para comprar espuma de ba?o y un disco nuevo de jazz lento. Mi carrera se hundía en picado, pero eso no era motivo para no disfrutar del vuelo.

 

Entusiasmada con las perspectivas cogí mi bolso y el shirley temple levantándome para ir hasta la barra. No era mi estilo dejar las cosas a medias. El concursante número tres se levantó con una sonrisa, sacudiendo una pierna para recolocarse algo. Madre mía, qué desagradables pueden llegar a ser los hombres. Me sentía cansada, abandonada y tremendamente poco valorada. Sabiendo que se tomaría cualquier cosa que dijese como si me estuviera haciendo la estrecha y me seguiría a la calle, le tiré la copa en la entrepierna sin detenerme siquiera.

 

Se me escapó una sonrisita al oír su grito indignado, luego fruncí el ce?o cuando me puso la mano con fuerza en el hombro. Agachándome, estiré la pierna, girándome para tirarlo al suelo. Golpeó el suelo de madera con un ruido seco. El bar se quedó en silencio después de un grito ahogado. Me senté encima de él, a horcajadas sobre su pecho antes de que se diera cuenta de que lo había derribado.

 

Mi manicura color rojo sangre destacaba sobre su cuello y ara?aba su barba de tres días bajo la barbilla. Abrió los ojos desorbitadamente. Cliff seguía junto a la puerta cruzado de brazos, disfrutando del espectáculo.

 

—?Joder, Rachel! —exclamó Jenks columpiándose con fuerza en mi pendiente—. ?Quién te ha ense?ado a hacer eso?

 

—Mi padre —le contesté. Me incliné hasta ponerme cara a cara con el tipo—. Lo siento mucho —le dije con un fuerte acento de los Hollows—. ?Quieres jugar, listillo? —Vi el miedo en sus ojos cuando se dio cuenta de que era una inframundana y no una cualquiera buscando guerra. No era más que un listillo, una diversión para disfrutar y olvidar. No iba a hacerle da?o, pero él no lo sabía.

 

—?Por la madre de Campanilla! —exclamó Jenks, apartando mi atención del lloriqueante humano—. ?No huele a trébol?

 

Solté mi presa y el hombre se alejó gateando. Con dificultad se puso de pie, arrastrando con él a sus dos acompa?antes hasta un rincón oscuro, desquitándose con insultos.

 

—?Es uno de los camareros? —pregunté en voz baja levantándome.

 

—Es la mujer —dijo Jenks entusiasmado.

 

Levanté la vista buscándola. Desempe?aba su papel a la perfección con su ajustado uniforme negro y verde. Se hacía la competente hastiada moviéndose con soltura tras el mostrador.

 

—?Estás seguro, Jenks? —murmuré intentando disimuladamente sacarme los pantalones de cuero de donde se me habían metido—. No puede ser ella.

 

—?Vale! —saltó—. ?Y tú qué sabes? Ignora al pixie. Yo podría estar ahora en casita viendo la tele, pero nooo, estoy aquí pringado con la reina de la intuición femenina que se cree que puede hacer mi trabajo mejor que yo. Tengo frío, hambre y tengo un ala doblada casi por la mitad. Si se me rompe esa vena principal tendré que volver a hacer crecer el ala entera, ?tienes idea de lo que se tarda en hacer eso?

 

Eché un vistazo alrededor aliviada al comprobar que todos habían vuelto a sus conversaciones. Ivy ya se había ido y probablemente se lo había perdido todo. No importaba.

 

—Cállate, Jenks —le dije entre dientes—. Haz como si fueras un adorno.

 

Me acerqué al camarero más mayor. Me dedicó una sonrisa con huecos en la dentadura. Me incliné hacia él. Se le marcaron las arrugas de felicidad en la acartonada cara mientras me miraba a cualquier sitio menos a los ojos.

 

—Ponme algo —le pedí—. Algo dulce, algo que me haga sentirme bien. Algo rico y cremoso y que no me convenga nada.

 

—Necesito ver tu carné, jovencita —dijo con un fuerte acento irlandés—. No pareces tener edad para separarte de la falda de tu mamá.

 

Su acento era falso, pero mi sonrisa por el cumplido no.

 

—Claro, en seguida, cari?o. —Rebusqué en el bolso buscando mi carné de conducir, siguiéndole el juego con el que ambos parecíamos divertirnos—. ?Uy! —exclamé entre risitas al tirar accidentalmente el carné tras el mostrador—. ?Qué tonta!