ángeles en la nieve

Esko se acerca y saluda con un gesto; no dice nada. Le pido que eche un vistazo.

Saco dos cámaras de las cajas, una de carrete y la otra digital, un par de flashes externos y una grabadora. Aquí el invierno es una noche eterna, pero la nieve refleja la poca luz que hay y cubre todo de un apagado tono grisáceo. Uso una Leica M3 con carrete para tomar fotografías del entorno. Las viejas Leica están bien hechas y no usan pilas, así que casi nunca fallan a causa de las condiciones atmosféricas.

Tomar fotografías con nieve no es fácil. Si usas una antorcha o un flash en un ángulo de más de cuarenta y cinco grados, todo queda oculto por el fogonazo. Tiene que hacerse con filtros polarizadores y con la luz al nivel de la nieve. Le doy las cámaras a Valtteri.

—Sabes cómo hacerlo, ?verdad?

Valtteri asiente; empieza a situar los flashes externos.

—Iba a llevar a mis hijos a cazar ciervos ma?ana —comenta—. Ahora no creo que tenga estómago.

Yo tampoco lo tendría.

—Toma fotos con ambas cámaras —le indico—. Quiero la nieve lo más intacta posible para que las pruebas no se hundan, así que intenta caminar sobre tus propias huellas.

Me froto las manos sin quitarme los guantes para intentar calentármelas. Raramente hace este frío, ni siquiera aquí, en la parte baja del Círculo Polar ártico, y el efecto que produce es curioso. Algunas sensaciones se potencian y, al mismo tiempo, otras quedan mermadas. Las partes del cuerpo expuestas a la intemperie primero arden, luego duelen, luego quedan insensibles. Los sentidos del tacto y del olfato desaparecen. El frío me hace llorar y las lágrimas se me congelan en las mejillas. Tengo que entrecerrar los ojos, cosa que dificulta la visión. Todo está inmóvil; los pájaros no cantan.

Habría silencio, pero el frío tiene un sonido propio. Las ramas de los árboles se congelan enteras y se rompen por el peso de la nieve con un ruido que recuerda al de un disparo con silenciador. La nieve se congela y queda tan dura que la superficie exterior se contrae y adopta una textura pedregosa. Se me quiebra bajo los pies, aun cuando creo que no me estoy moviendo.

Estamos en un campo situado a unos treinta metros al este de la carretera principal. Unos veinte metros al norte hay un cobertizo con un redil en el exterior para los renos enfermos o las hembras de parto. Aslak tiene miles de renos, y le han proporcionado un cómodo estilo de vida. Su casa, un elegante rancho de ladrillo, está otros cien metros al nordeste. De las ventanas cuelgan luces de Navidad que parpadean. Al sur y al oeste no hay más que campos yermos y bosques helados.

La imagen es de aislamiento, de desolación. Parece un lugar ideal para un asesinato. Me imagino al asesino dejando la carretera principal, apagando el motor y las luces y deslizándose hasta pararse por el camino. El cielo está cubierto de nubes; no hay luna ni estrellas que iluminen esta oscura tarde. Las casas más cercanas están a una distancia equivalente a un campo de fútbol en una dirección, y a dos campos de fútbol en la otra. El asesino ha tenido intimidad y tiempo. Si oía algún ruido o veía alguna luz, lo único que tenía que hacer era arrancar el coche y salir de allí antes de que lo vieran.

Aslak mira a Sufia, apoyado en una escopeta, mientras fuma un cigarrillo que se ha liado él mismo. Yo me lo llevo a unos metros del cuerpo y me enciendo otro.

—?Has visto algo?

—No mucho. Salí a dar de comer a los perros y vi unos faros. Volví a casa a buscar la escopeta —tiene en la mano una Mossberg del 12— y me acerqué a ver qué pasaba. Cuando llegué, el coche se iba. Y entonces la vi a ella. Llevaba el teléfono móvil encima, así que llamé a la Policía.

—?Qué tipo de coche era?

Aslak no parece afectado en absoluto. Lo conozco desde la infancia. Es un pastor de renos sami, un lapón finlandés nativo y un tipo duro.

—Estaba bastante lejos. Era de tipo sedán.

—?Cuánto hace que se fue?

Aslak comprueba el reloj.

—Cincuenta y dos minutos.