Antes bruja que muerta

Chillé de dolor al arder mi mu?eca, pero lo recibí de buen grado, encogida mientras sujetaba con la otra mano mi mu?eca marcada de forma demoníaca. Dolía; dolía como si los perros del infierno la estuvieran mordiendo, pero cuando se aclaró mi vista borrosa, tan solo había una línea que cruzaba el círculo grabado, y no dos.

 

Me derrumbé jadeante durante el último inciso de dolor, dejando caer todo mi cuerpo. Levanté la cabeza y saboreé una limpia bocanada de aire, tratando de aliviar mi estómago. El demonio no podía utilizarme si nos encontrábamos en los lados opuestos de las líneas luminosas. Aún era yo misma, aunque estaba cubierta por el aura de Algaliarept. Lentamente, mi percepción extrasensorial se diluyó y el color rojo de la línea luminosa se desvaneció. El aura de Algaliarept se hacía más llevadera, reduciéndose hasta ser casi una inadvertida sensación, ahora que el demonio se había marchado.

 

Ceri me soltó. Al acordarme de ella, me incliné para ofrecerle una mano para levantarla. Ella se quedó mirándola estupefacta, examinándose mientras colocaba una de sus pálidas y delgadas manos sobre la mía. Todavía a mis pies, la besó como en un formal gesto de agradecimiento.

 

—No, no hagas eso —le dije, girando la mano para agarrar la suya y tirar de ella hasta levantarla de la nieve.

 

Los ojos de Ceri se inundaron y las lágrimas empezaron a caer, mientras ella lloraba silenciosamente por su libertad; la mujer ultrajada y elegante resultaba hermosa en su lloroso y callado regocijo. La rodeé con uno de mis brazos, proporcionándole todo el consuelo que podía. Ceri se inclinó hacia delante y me abrazó con más fuerza.

 

Caminé a trompicones hasta la iglesia, tras dejar todo donde estaba y permitir que las velas se consumiesen por su cuenta. Mis ojos estaban clavados en la nieve y, mientras Ceri y yo dejábamos un doble rastro de pisadas sobre el único que venía hasta aquí, me pregunté qué demonios iba a hacer con ella.

 

 

 

 

 

2.

 

 

Estábamos a medio camino de la iglesia cuando me di cuenta de que Ceri arrastraba sus pies descalzos sobre la nieve.

 

—?Dónde están tus zapatos?

 

La llorosa mujer hipó bruscamente. Tras enjugar sus lágrimas, miró hacia abajo. Un destello rojizo de siempre jamás se arremolinó sobre los dedos de sus pies, y aparecieron un par de zapatillas de encaje quemadas en sus pies diminutos. Sus rasgos, iluminados por la luz del porche, se vieron alterados por la sorpresa.

 

—Están quemados —se?alé mientras ella se los quitaba sacudiendo los pies. Unos fragmentos de carbonilla se pegaron a su cuerpo, con aspecto de heridas negras—. A lo mejor el Gran Al ha tenido una rabieta y está quemando tus cosas.

 

Ceri asintió en silencio, con la sombra de una sonrisa aflorando en sus azulados labios ante el ofensivo apodo que usaba para no pronunciar el nombre del demonio delante de los que no lo conocían.

 

Reinicié nuestra marcha.

 

—Bueno, tengo un par de zapatillas que pueden servirte. ?Y qué tal un café? Estoy calada hasta los huesos.

 

?Un café? ?Acabamos de escapar de un demonio y le estoy ofreciendo café?

 

No respondió; sus ojos se dirigían hacia el porche de madera que llevaba hasta los alojamientos en la parte de atrás de la iglesia. Su mirada voló hacia el santuario que había detrás y a su torre campanario.

 

—?Eres sacerdotisa? —susurró con una voz acorde al helado jardín, pura y cristalina.

 

—No —respondí a la vez que intentaba no resbalar en los escalones—. Yo solo vivo aquí. Ya no es una auténtica iglesia. —Ceri parpadeó y yo continué—. Es algo difícil de explicar. Vamos, entra.

 

Abrí la puerta trasera y entré la primera, ya que Ceri agachó la cabeza y no quiso hacerlo. La calidez del cuarto de estar fue como una bendición para mis mejillas heladas. Ceri se detuvo en seco ante el umbral cuando unas pixies pasaron volando con un chillido desde la repisa sobre la vacía chimenea, huyendo del frío. Dos adolescentes pixies varones le echaron un buen vistazo a Ceri antes de continuar a un ritmo más pausado.

 

—Pixies —me apresuré a decir, al recordar que tenía más de mil a?os. Si no era una inframundana, entonces jamás los habría visto, y creería que no eran más que personajes de cuentos de hadas—. ?Los has visto antes? —inquirí, sacudiéndome la nieve de las botas.

 

Ceri asintió, cerrando la puerta detrás de ella, y me sentí aliviada. Su adaptación a la vida moderna sería más sencilla si no tenía que acostumbrarse a que brujas, hombres lobo, pixies, vampiros y cosas así fueran reales además de a la televisión y los teléfonos móviles; pero cuando sus ojos se posaron sobre el costoso equipo multimedia de Ivy con tan solo un ligero interés, hubiera querido apostar a que las cosas al otro lado de las líneas luminosas estaban tan avanzadas tecnológicamente como aquí.

 

—?Jenks! —exclamé hacia la parte delantera de la iglesia, donde él y su familia vivían durante los meses de invierno—. ?Puedes venir un momento?

 

El agudo zumbido de las alas de libélula resonó en el cálido aire.