El Corredor Del Laberinto (The Maze Runner #1)

?El Cambio?, Gally lo había llamado el Cambio.

Hacía calor, pero Thomas volvió a sentir un escalofrío.





Capítulo 4


Thomas se apoyó en el árbol mientras esperaba a Chuck. Recorrió con la vista el Claro, aquel nuevo sitio de pesadillas donde, al parecer, estaba destinado a vivir. Las sombras de los muros se habían alargado considerablemente y ahora subían por los lados de las paredes de roca cubiertas de hiedra que había al otro lado.

Al menos aquello le ayudaba a orientarse. El edificio de madera se encorvaba en la esquina noroeste, y al suroeste, en un rincón sombrío, había un bosquecillo. La zona de la granja, donde unos cuantos trabajadores aún andaban con cuidado entre los campos, se extendía por toda la cuarta parte noreste del Claro. Los animales estaban en la esquina sureste mugiendo, cacareando y aullando. Justo en medio del patio, el agujero de la Caja aún estaba abierto, como si le invitara a volver a meterse dentro de un salto para marcharse a casa. Al lado, a tal vez seis metros al sur, había un edificio achaparrado, hecho de ásperos bloques de cemento, cuya única entrada era una puerta amenazadora de hierro, y no había ventanas. Un pomo grande y redondo, que se asemejaba a un volante de acero, indicaba el único modo de abrir la puerta, como si fuera de las que se encuentran en el interior de un submarino. A pesar de lo que había visto hacía un rato, Thomas no supo qué era más fuerte, si la curiosidad de saber lo que había dentro o el terror de averiguarlo.

Acababa de centrar su atención en las cuatro aberturas inmensas que había en medio de los muros principales del Claro, cuando llegó Chuck con un par de bocadillos sostenidos contra el pecho, unas manzanas y dos tazas de metal con agua. La sensación de alivio que inundó a Thomas le sorprendió. No estaba completamente solo en aquel sitio.

—A Fritanga no le ha hecho mucha gracia que invadiera su cocina antes de la hora de cenar —dijo Chuck, que se sentó junto al árbol y le hizo una se?al a Thomas para que hiciera lo mismo.

Le hizo caso y cogió un sándwich, pero vaciló al volverle a la cabeza la monstruosa imagen de lo que había visto en la choza. Sin embargo, el hambre no tardó en vencerle y le dio un gran mordisco al bocadillo. El maravilloso sabor del jamón, el queso y la mayonesa le llenó la boca.

—Jo, tío —dijo Thomas con la boca llena—, me estaba muriendo de hambre.

—Ya te lo había dicho.

Chuck le dio un bocado a su propio sándwich.

Después de un par de mordiscos más, Thomas finalmente le hizo la pregunta que había estado pensando todo el rato:

—?Qué le pasa a ese tal Ben? Ya ni siquiera parecía humano.

Chuck le echó un vistazo a la casa.

—La verdad es que no lo sé —masculló distraído—. No lo he visto.

Thomas sabía que el chico no estaba siendo sincero, pero decidió que no iba a presionarle.

—Bueno, tampoco querrías verle, eso seguro.

Continuó comiendo, masticando las manzanas, mientras estudiaba los enormes cortes de los muros. Aunque costaba distinguirlo desde donde él estaba sentado, había algo raro en los bordes rocosos de las salidas hacia los pasillos exteriores. Notó una incómoda sensación de vértigo al mirar las imponentes paredes, como si se cerniera sobre ellas en vez de estar sentado a sus pies.

—?Qué hay ahí fuera? —preguntó, rompiendo por fin el silencio—. ?Es esto parte de algún castillo enorme o algo por el estilo?

Chuck vaciló. Parecía incómodo.

—Ummm, nunca he salido del Claro.

Thomas hizo una pausa.

—Estás ocultando algo —contestó por fin; se acabó el bocadillo y dio un buen trago de agua. La frustración por no recibir respuestas de nadie le estaba empezando a sacar de quicio. Pero aún era peor pensar que, aunque obtuviera las respuestas, no sabría si le estaban diciendo la verdad—. ?Por qué sois tan reservados?

—Así son las cosas. Todo es un poco raro por aquí y la mayoría no sabemos mucho. Ni la mitad de mucho.

A Thomas le fastidió que a Chuck no pareciera importarle lo que acababa de decir. ?Qué le pasaba a esa gente? Thomas se puso de pie y empezó a caminar hacia la abertura del este.

—Bueno, nadie ha dicho que no pueda echar un vistazo.

Tenía que averiguar algo o iba a volverse loco.

—?Eh, espera! —gritó Chuck, y echó a correr para alcanzarle—. Cuidado, estas cositas están a punto de cerrarse —parecía que le faltaba el aliento.

—?De cerrarse? —repitió Thomas—. ?De qué estás hablando?

—De las puertas, pingajo.

—?Las puertas? Yo no veo ninguna puerta.

Thomas sabía que Chuck no estaba inventándose nada, sabía que estaba obviando algo evidente. Empezó a preocuparse y advirtió que había aminorado la marcha, que ya no estaba tan impaciente por llegar a los muros.