El Corredor Del Laberinto (The Maze Runner #1)

Thomas sintió una vez más una persistente angustia debida a la confusión por oír tantas frases y palabras que no tenían sentido. Pingajo. Fuco. Guardián. Deambulante. Salían de las bocas de los chicos con tanta naturalidad que le parecía raro no entenderlas. Era como si su pérdida de memoria le hubiese robado una parte de su idioma. Era desorientador.

Diferentes emociones luchaban por el dominio en su mente y su corazón. Confusión. Curiosidad. Pánico. Miedo. Pero lo que las unía todas era la oscura sensación de completa desesperanza, como si el mundo hubiese acabado para él, como si hubiera sido borrado de su memoria y hubiese sido sustituido por algo horrible. Quería salir corriendo y esconderse de esa gente.

El chico de la voz áspera estaba hablando:

—… incluso eso es demasiado, me apostaría el hígado.

Thomas aún seguía sin verle la cara.

—?He dicho que os calléis la boca! —gritó el moreno—. ?Como sigáis dándole a la lengua, la siguiente interrupción la corto por la mitad!

Thomas se dio cuenta de que aquel debía de ser el líder. Como no soportaba que se le quedaran mirando embobados de aquella manera, se concentró en examinar el lugar que aquel chico había llamado el Claro.

El suelo del patio parecía estar hecho de enormes bloques de piedra, muchos de ellos agrietados, llenos de césped y hierbajos. Un extra?o edificio de madera en ruinas, junto a una de las esquinas del cuadrado, contrastaba mucho con la piedra gris. Unos cuantos árboles lo rodeaban. Sus raíces eran como manos nudosas que se clavaban en el suelo de roca en busca de comida. En otra esquina del recinto había un huerto en el que Thomas distinguió, desde donde él estaba, maíz, tomateras y árboles frutales.

Al otro lado del patio había corrales de madera en los que se guardaban ovejas, cerdos y vacas. Un bosquecillo ocupaba la última esquina; allí, los árboles más cercanos parecían estar enfermos y al borde de la muerte. El cielo sobre sus cabezas era azul y estaba despejado, pero Thomas no vio ni rastro del sol, a pesar de la claridad del día. Las sombras que se movían lentamente por las paredes no revelaban la hora ni la dirección; podría haber sido temprano por la ma?ana o bien entrada la tarde. Al respirar hondo para intentar calmar sus nervios, le asaltó una mezcla de olores: tierra recién removida, estiércol, pino, algo podrido y algo dulce. De algún modo, supo que esos olores correspondían a una granja.

Thomas volvió a mirar a sus captores, incómodo pero a la vez desesperado por hacer preguntas.

?Captores —pensó—. ?Por qué ha aparecido esa palabra en mi cabeza??.

Examinó sus caras, repasó todas sus expresiones, los juzgó. Los ojos de un muchacho reflejaban odio, lo que le dejó helado. Parecía tan enfadado que a Thomas no le habría sorprendido si se hubiera acercado a él con un cuchillo. Tenía el pelo negro y, cuando sus miradas se cruzaron, el chico sacudió la cabeza, se dio la vuelta y caminó hacia un poste de hierro grasiento con un banco de madera al lado. Una bandera multicolor colgaba débilmente de la punta del poste y, al no hacer viento, no se distinguía el dibujo que la decoraba. Conmocionado, Thomas permaneció con la vista clavada en la espalda del chico hasta que este se dio la vuelta para sentarse y, entonces, apartó la mirada enseguida.

De repente, el líder del grupo, que tendría unos diecisiete a?os, dio un paso adelante. Llevaba ropa normal: una camiseta negra, unos vaqueros, unas zapatillas de deporte y un reloj digital. Por algún motivo, la ropa que llevaba le sorprendió; era como si todo el mundo tuviese que llevar puesto algo más amenazador, como el uniforme de un presidiario. El chico moreno tenía el pelo muy corto y la cara bien afeitada. Pero, aparte de un constante ce?o fruncido, no había nada más en él que le asustara.

—Es una larga historia, pingajo —dijo el chico—. La irás aprendiendo poco a poco. Te llevaré de Visita ma?ana. Hasta entonces… no rompas nada —extendió la mano—. Me llamo Alby —sin duda, esperaba que le estrechara la mano. Thomas se negó. Una especie de instinto dominaba sus acciones y, sin decir nada, le dio la espalda a Alby y caminó hacia un árbol que había al lado, donde se dejó caer para sentarse con la espalda apoyada en la áspera corteza. El pánico volvió a crecer dentro de él hasta tal punto que apenas pudo soportarlo. Pero respiró hondo y se obligó a intentar aceptar la situación.

?Venga —pensó—, no averiguarás nada si te dejas llevar por el miedo?.

—Pues cuéntamela —replicó Thomas, esforzándose por no alterar la voz—. Cuéntame esa historia tan larga.

Alby miró a los amigos que tenía más cerca y puso los ojos en blanco. Thomas volvió a examinar al grupo. Su cálculo original había estado cerca. Habría unos cincuenta o sesenta adolescentes y otros un poco mayores, como Alby, que parecía ser de los más viejos, en aquel momento, Thomas se dio cuenta con un estremecimiento tic que no tenía ni idea de cuántos a?os tenía. Al pensarlo, le dio un vuelco el corazón. Estaba tan perdido que ni siquiera sabía cuál era su edad.