El Corredor Del Laberinto (The Maze Runner #1)

Thomas no podía contestar y se limitó a negar con la cabeza. Los pensamientos sobre Chuck volvieron a inundar su mente, reemplazando a la loca y calmando los latidos de su corazón. No le importaba, no sentía ningún alivio por haber escapado del Laberinto. ?Chuck…?.

Una mujer, una de los rescatadores, estaba sentada cerca de Thomas y Teresa. El líder que había hablado con ellos antes se subió al autobús, se sentó al volante, arrancó el motor y el vehículo empezó a avanzar.

Al moverse, Thomas vio un movimiento fugaz al otro lado de la ventana. La mujer llena de llagas se había puesto de pie y corría hacia la parte delantera del autobús. Sacudía los brazos como una loca mientras gritaba algo que no se oyó por el ruido de la tormenta. Sus ojos estaban iluminados por la locura o el terror; Thomas no lo sabía muy bien.

Se inclinó hacia la ventana mientras ella desaparecía de su vista por delante.

—?Esperad! —chilló Thomas, pero nadie le oyó. O, si lo hicieron, le ignoraron.

El conductor aceleró y el autobús dio un bandazo cuando golpeó el cuerpo de la mujer. El porrazo casi tiró a Thomas del asiento cuando las ruedas delanteras pasaron por encima de la mujer y, enseguida, le siguió un segundo golpe de las ruedas traseras. Thomas miró a Teresa y vio en su cara una expresión de asco que seguramente reflejaba la suya propia.

Sin mediar palabra, el conductor mantuvo el pie en el acelerador y el autobús siguió avanzando hacia una noche barrida por la lluvia.





Capítulo 61


La siguiente hora fue un cúmulo de visiones y sonidos para Thomas.

El chófer conducía a una velocidad temeraria por pueblos y ciudades, y la fuerte lluvia ocultaba la mayor parte del paisaje. Las luces y los edificios estaban distorsionados y acuosos, como algo sacado de una alucinación provocada por las drogas. Hubo un momento en que la gente de fuera echó a correr tras el autobús. Llevaban la ropa raída y el pelo enmara?ado, y sus aterradores rostros estaban cubiertos de las mismas llagas raras que Thomas había visto en aquella mujer. Aporreaban los laterales del vehículo como si quisieran subirse, como si quisieran escapar de la espantosa vida que podían estar viviendo.

El autobús no disminuyó la velocidad. Teresa siguió callada al lado de Thomas. Por fin, él se armó del suficiente valor para hablar con la mujer que estaba sentada al otro lado del pasillo.

—?Qué ocurre? —preguntó, sin estar seguro de cómo plantearlo.

La mujer le miró. Unos mechones de pelo negro mojado le rodeaban la cara. Tenía los ojos llenos de pena.

—Es una historia muy larga.

La voz de la mujer era mucho más amable de lo que Thomas se había esperado y tuvo la esperanza de que de verdad fuera una amiga, de que todos los rescatadores fueran amigos, a pesar de que habían atropellado a sangre fría a una mujer.

—Por favor —dijo Teresa—. Por favor, cuéntenos algo.

La mujer miró a Thomas y, luego, a Teresa, y soltó un suspiro.

—Tardaréis un poco en recuperar vuestros recuerdos, si es que los recuperáis. Nosotros no somos científicos, no tenemos ni idea de lo que os han hecho o de cómo os lo han hecho.

A Thomas se le cayó el alma a los pies al pensar que tal vez había perdido la memoria para siempre, pero insistió:

—?Quiénes son? —inquirió.

—Empezó con las erupciones solares —respondió la mujer, con la mirada cada vez más distante.

—?Qué…? —empezó a preguntar Teresa, pero Thomas la hizo callar.

Déjala hablar —le dijo en su cabeza—. Parece que nos lo va contar.

Vale.

La mujer casi parecía estar en un trance mientras hablaba, y no apartaba los ojos de un punto indefinido en la distancia.

—Las erupciones solares no pudieron predecirse. Suelen ser normales, pero estas fueron inauditas, enormes, muy fuertes. Y, cuando se dieron cuenta, tan sólo pasaron unos minutos antes de que su calor azotara la Tierra. Primero se quemaron nuestros satélites y miles de personas murieron al instante, millones en días, e innumerables kilómetros se convirtieron en tierra baldía. Luego llegó la enfermedad —se detuvo para coger aliento—. Conforme el ecosistema se venía abajo, se hizo imposible controlar la enfermedad, incluso mantenerla en Sudamérica. Las selvas desaparecieron, pero los insectos, no. La gente ahora lo llama el Destello. Es una cosa horrible. Sólo los más ricos pueden recibir tratamiento, pero no se puede curar a nadie. A menos que los rumores de los Andes sean verdad.