El Corredor Del Laberinto (The Maze Runner #1)

A Thomas se le revolvió el estómago al oír aquello. Parecía un juego, al menos para el que había construido el edificio.

Uno a uno, oyó los gritos cada vez más débiles de los clarianos. Entonces le tocó a Newt y, luego, a Chuck. Teresa iluminó con su linterna un descenso empinado, una rampa negra de metal resbaladizo.

Supongo que no nos queda otra opción —le dijo en su mente.

Supongo que no.

Thomas tuvo la impresión de que aquel no era el modo de salir de su pesadilla. Sólo esperaba que no le llevara a otro grupo de laceradores.

Teresa bajó por el tobogán con un chillido casi alegre y Thomas la siguió antes de poder convencerse a sí mismo de que cualquier cosa era mejor que el Laberinto.

Su cuerpo se deslizó por el empinado descenso, resbaladizo por un pringue aceitoso que olía fatal, como a plástico quemado y a maquinaria demasiado usada. Thomas giró el cuerpo hasta tener los pies delante y, después, trató de sujetarse con las manos para disminuir la velocidad de su bajada. Fue inútil, ya que aquella cosa grasienta cubría cada centímetro de la piedra; no se podía agarrar a nada.

Los gritos de los otros clarianos resonaban en las paredes del túnel mientras se deslizaban por la aceitosa rampa. El pánico alcanzó el corazón de Thomas. No podía quitarse de la cabeza la imagen de que una bestia gigante se los había tragado, estaban bajando por su largo esófago y en cualquier momento aterrizarían en su estómago. Y, como si se hubieran materializado sus pensamientos, los olores cambiaron hacia algo más enmohecido y putrefacto. Le empezaron a entrar arcadas y tuvo que reunir todas sus fuerzas para no vomitarse encima.

El túnel empezó a girar, convirtiéndose en una brusca espiral, lo justo para que fueran más despacio, y los pies de Thomas le dieron a Teresa en toda la cabeza. El chico retrocedió y una sensación de sufrimiento invadió todo su ser. Seguían cayendo. El tiempo parecía extenderse y hacerse interminable.

Continuaron dando vueltas en el tubo. Las náuseas hacían que le ardiera el estómago; el sonido de aquel pringue contra su cuerpo, el olor, el movimiento en círculos… Estaba a punto de volver la cabeza a un lado para vomitar cuando Teresa pegó un fuerte chillido. Esta vez, no hubo eco. Un segundo más tarde, Thomas salió volando del túnel y aterrizó sobre la muchacha.

Había cuerpos esparcidos por todos lados, gente encima de gente, quejándose, retorciéndose, confundidos mientras trataban de apartarse los unos de otros. Thomas movió los brazos y las piernas para apartarse rápidamente de Teresa y, luego, gateó unos pasos más para vomitar y vaciar su estómago.

Aún temblando por la experiencia, se limpió la boca con la mano y se dio cuenta de que estaba llena de una porquería viscosa. Se incorporó, frotó ambas manos en el suelo y, por fin, se fijó en adonde habían llegado. Boquiabierto, también se percató de que los demás se habían reunido en un grupo mientras asimilaban el nuevo entorno. Thomas había alcanzado a verlo durante el Cambio, pero no se acordó de verdad hasta aquel mismo momento.

Estaban en una enorme cámara subterránea lo bastante grande para contener nueve o diez Haciendas. De arriba abajo, de lado a lado, aquel lugar estaba lleno de todo tipo de mecanismos y de cables, de conductos y de ordenadores. En un lado de la sala, a su derecha, había una fila de unas cuarenta vainas blancas que parecían enormes ataúdes. En la otra punta había unas grandes puertas de cristal, aunque la iluminación hacía que fuera imposible ver lo que había al otro lado.

—?Mirad! —gritó alguien, pero Thomas ya lo había visto y se le había cortado la respiración. Se le puso la piel de gallina en todo el cuerpo y un escalofrío de terror le recorrió la espalda como una ara?a mojada.

Justo delante de ellos, una fila de unas veinte ventanas oscuras se extendía por la sala horizontalmente, una detrás de otra. Detrás de cada una de ellas había una persona: hombres y mujeres, todos pálidos y delgados. Estaban sentados, observando a los clarianos, mirando fijamente por los cristales con los ojos entrecerrados. Thomas se estremeció; todos parecían fantasmas. Unas enojadas apariciones siniestras y famélicas de gente que nunca había sido feliz en vida y, menos aún, muerta.

Pero, por supuesto, Thomas sabía que no eran fantasmas. Eran los que les habían enviado al Claro. Los que les habían arrebatado sus vidas. Los creadores.





Capítulo 59