El Corredor Del Laberinto (The Maze Runner #1)

A lo mejor puedo derrotarlo —le dijo rápidamente a Teresa—. Pero ?date prisa!


Ya casi he acabado —respondió ella.

Los pinchos del lacerador volvieron a salir. Avanzó, y otro brazo salió de su carne y se estiró hacia delante con unas zarpas enormes que intentaron coger la lanza. Thomas atacó con todas sus fuerzas, esta vez por encima de su cabeza. La lanza chocó con la base de las garras. Con un golpazo metálico y un sonido viscoso, el brazo entero se soltó de su cavidad y cayó al suelo. Entonces, por algún tipo de boca que Thomas no llegaba a ver, el lacerador soltó un alarido alto y penetrante, y los pinchos desaparecieron.

—?A estas cosas se las puede vencer! —gritó Thomas.

?No me deja introducir la última palabra! —dijo Teresa en su mente.

Sin apenas oírla ni entenderla, soltó un rugido y se abalanzó sobre el lacerador para aprovecharse de su debilidad. Balanceó la lanza violentamente, saltó sobre el cuerpo bulboso de la criatura y aporreó dos brazos de metal para quitárselos de encima con un fuerte chasquido. Levantó la lanza sobre su cabeza, apoyó bien los pies —notó cómo se hundían en aquella grasa repugnante— y, luego, clavó la lanza al monstruo. Un pringue amarillo y viscoso brotó de su carne y salpicó las piernas de Thomas mientras clavaba la lanza lo más profundo posible en el cuerpo del bicho. Después, soltó la empu?adura del arma, saltó y corrió hasta Chuck y Teresa.

Thomas observó con una fascinación malsana cómo el lacerador se retorcía incontrolablemente y escupía el aceite amarillento en todas las direcciones. Los pinchos entraban y salían de su piel; los brazos que le quedaban se movían en un amasijo de confusión e, incluso, atravesaban su propio cuerpo. No tardó en comenzar a ralentizarse, en perder la energía por la pérdida de sangre —o de carburante—.

Unos segundos más tarde, dejó de moverse por completo. Thomas no podía creérselo. No daba crédito. Acababa de vencer a un lacerador, uno de los monstruos que llevaban aterrorizando a los clarianos más de dos a?os.

Miró a Chuck, que estaba detrás de él con los ojos abiertos de par en par.

—Lo has matado —dijo el ni?o, y se rió como si aquel acto hubiera resuelto todos sus problemas.

—No ha costado tanto —farfulló Thomas, y luego se volvió para ver a Teresa tecleando desesperadamente. Entonces supo que algo iba mal.

—?Qué pasa? —preguntó, casi gritando. Se acercó corriendo para mirar por encima del hombro de la chica y vio que esta escribía todo el rato la palabra ?PULSA?, pero no aparecía nada en la pantalla.

Teresa se?aló el cuadrado sucio de cristal, en blanco salvo por el resplandor verdoso que anunciaba que estaba encendido.

—He puesto todas las palabras y una a una han ido apareciendo en la pantalla. Entonces ha sonado un pitido y han desaparecido. Pero no me ha dejado escribir la última palabra. ?No pasa nada!

El frío inundó las venas de Thomas mientras asimilaba lo que Teresa acababa de decir.

—Bueno… ?Por qué?

—?No lo sé!

Volvió a intentarlo una y otra vez, pero no aparecía nada.

—?Thomas! —gritó Chuck detrás de ellos.

Thomas se volvió para ver que el ni?o se?alaba el Agujero de los Laceradores, donde otra criatura estaba asomando. Mientras la contemplaba, esta cayó encima de su hermano muerto y otro lacerador empezó a entrar por el Agujero.

—??Por qué tardáis tanto?! —chilló Chuck, desesperado—. ?Dijiste que se apagarían cuando teclearais el código!

Los dos laceradores se había enderezado y habían extendido sus pinchos; estaban avanzando hacia ellos.

—No nos deja poner la palabra PULSA —respondió Thomas, distraído; no hablaba realmente con Chuck, sino que trataba de buscar una solución.

No lo entiendo —dijo Teresa.

Los laceradores se acercaban; estaban a tan sólo unos metros. Al notar que su voluntad se desvanecía en la negrura, Thomas clavó los pies en el suelo y levantó los pu?os sin ganas. Se suponía que tenía que funcionar. Se suponía que el código…

—Quizá sólo tengas que pulsar ese botón —sugirió Chuck.

A Thomas le sorprendió tanto aquella afirmación al azar que apartó la vista de los laceradores para mirar al ni?o. Chuck estaba se?alando un sitio cerca del suelo, justo debajo de la pantalla y del teclado.

Antes de que le diera tiempo a moverse, Teresa ya se había agachado. Muerto de curiosidad y con una ligera esperanza, Thomas se acercó a ella y se tiró al suelo para verlo mejor. Oyó el gemido y el rugido del lacerador detrás de él y notó un fuerte dolor cuando una zarpa afilada le agarró por la camiseta. Sin embargo, sus ojos seguían clavados en aquel sitio.

En la pared, a tan sólo unos centímetros del suelo, había un peque?o botón de color rojo con tres palabras escritas en negro. Estaba tan claro que no podía creer que no lo hubiera visto antes.