ángeles en la nieve

Son casi las diez de la noche. Las horas pasadas al raso me han dejado tan entumecido que me cuesta moverme. La rodilla mala se me ha quedado tan rígida que voy arrastrando la pierna izquierda, más que caminar con ella. Cojeo a lo largo de todo el sendero, hasta llegar a la carretera.

Al otro lado de la carretera, siguiendo un estrecho camino, so encuentra un vecindario de dieciséis casas llamado Marjakyl?, ?poblado de las bayas?. Camino los doscientos metros, como he hecho tantas otras veces, por el camino sin asfaltar. La nieve apartada al limpiar la senda ha creado a ambos lados unos muretes que indican el camino que lleva al poblado. La gente que habita este lugar raramente entra o sale de aquí. Vive en su peque?o mundo, a?o tras a?o, en peque?as casas de madera. Lo único que cambia es su edad.

Voy de casa en casa, explicando que se ha cometido un asesinato. La gente levanta las cejas y suelta ?oho?, expresión de sorpresa en nuestro idioma; luego me dicen que no han visto nada. Este recorrido me lleva cada vez más cerca de mis padres y sus vecinos, los personajes de mi infancia.

El patio de Big Mikko está iluminado con luces de obra que se reflejan en la nieve y anulan el efecto de las guirnaldas de luces de Navidad dispuestas por las casas. Está en un cobertizo con un calefactor de queroseno y, como siempre, está construyendo algo. Un motor de dos tiempos defectuoso apesta a aceito quemado y emite un traqueteo metálico porque uno de los pistones no funciona. Le pregunto en qué está trabajando. Una máquina planchadora, para que su mujer no tenga que plancharle las camisas. No ha visto nada.

Llamo a la puerta de los Virtanen. A través de la ventana delantera veo a la madre de Kimmo y de Esa, Pirkko, sentada en un sillón. No se mueve. Tanteo el pomo de la puerta; está abierta. La casa huele a moho y a orina. Los dos están incomunicados: Pirkko por su apoplejía, y su marido, Urpo, porque está desmayado, en el suelo de la cocina. Le digo hola a Pirkko. Parpadea, indicando que me reconoce, pero no responde, así que me voy. Tendré que hablar con sus hijos.

A continuación pruebo con Eero y Martta. No están en casa; si siguen su costumbre, deben de haber salido a caminar.

En una ventana arden velitas de Navidad. Tiina y Raila me invitan a entrar, pero me guardo mucho de aceptar. Tiina tiene cuarenta y dos a?os y es anoréxica, por lo que se le han caído todos los dientes, y no puede pagarse una dentadura, pero ha aprendido a sonreír de tal modo que no se vea. Desde su adolescencia, pasea por el poblado empujando un carricoche con una mu?eca dentro.

Raila, la madre de Tiina, es alcohólica. Se mantuvo sobria veinte a?os, hasta su cuadragésimo cumplea?os, cuando decidió tomar sólo una copa. Los últimos treinta a?os ha vivido una pesadilla de psicosis alcohólica combinada con un fervor religioso. Recuerdo que, cuando yo era ni?o, ella se plantaba frente a nuestra casa, se?alaba hacia dentro a través de la ventana y gritaba. Mamá me decía que no le prestara atención y que hiciera como si nada. Le pregunto si ha visto algún coche que no le resultara familiar.

—éste es un día aciago —sentencia Raila—. Mi vida es un valle de lágrimas.

—Hemos estado viendo la tele todo el día —a?ade Tiina, sonriendo con su extra?a mueca.

Dejo a mis padres para el final. Su casa está igual que hace veinticinco a?os, salvo por la instalación de ca?erías. Se acabó el congelarse yendo a la caseta del jardín por las ma?anas. Mamá y papá discutieron sobre eso durante a?os. él se negaba por el gasto que suponía, pese a que nunca le faltara dinero para una copa. No obstante, al final ella acabó saliéndose con la suya.

De ni?o, como hacía tanto frío en la caseta del jardín, podía llegar a pasar dos semanas sin lavarme si me dejaban, y a voces incluso llegaba a hacérmelo encima, porque bajarme los pantalones en la caseta congelada resultaba tan duro que intentaba aguantar hasta el último momento.