ángeles en la nieve

Como todo buen finlandés, me quito los zapatos antes de cualquier otra cosa. A veces, Kate aún se olvida de quitarse los suyos al entrar, y tengo que recordárselo. Ir calzado en casa es una costumbre de bárbaros. Las luces del árbol de Navidad parpadean al otro lado de la sala. La mayoría de los finlandeses ponen el árbol poco antes de Nochebuena, pero Kate ha querido hacer las cosas al estilo estadounidense, por lo que el nuestro ya está montado. Odio tener que admitir que alegra la casa.

Yo ya he estado casado antes. Tras el divorcio, estuve soltero trece a?os, ganaba bastante dinero y no tenía nada en que gastármelo, así que me compré esta casa y me rodeé de cosas bonitas: caros muebles daneses, un televisor plano de treinta y dos pulgadas que apenas veo, montones de libros y de CD, así como el Saab nuevo que tengo frente a la casa. Pensé que era feliz, pero sólo estaba satisfecho. No sabía lo que significaba la felicidad hasta que encontré a Kate. O quizá lo había olvidado. Después de ver el cuerpo masacrado de Sufia Elmi, me parece que no tengo derecho a ser feliz.

Me quito las capas de abrigo, dejo la pistola y la cartera sobre la mesita, saco una cerveza de la nevera y me dejo caer en el sofá. Kate baja las escaleras sin hacer ruido, vestida con unas medias y una camiseta demasiado grande. Es casi tan alta como yo y sólo pesa cincuenta y cinco kilos. Tiene veintinueve a?os y, a pesar de su cojera, se mueve con gracia y elegancia. Yo tengo cuarenta, alguna cana en las sienes y la constitución del jugador de hockey que era antes. A su lado, me siento como un oso.

—?Te he despertado? —le pregunto.

—No estaba durmiendo. Quería estar despierta cuando llegaras.

Se sienta a mi lado, me da un beso, agarra mis rechonchos dedos con los suyos, tan finos. Tiene los ojos rojos e hinchados.

—?Estás bien? —le pregunto.

—He estado leyendo.

No insisto. El kaamos es duro para todos. Todos nos deprimimos en esta época del a?o. Además, está embarazada, y la alteración hormonal no ayuda mucho.

—?Qué tal tú? —pregunta ella.

No sé por dónde empezar.

—Sufia Elmi, esa actriz somalí de películas de serie B, ha muerto.

—No tienes buen aspecto.

Me froto la cara, intento disimular la tensión.

—Alguien la ha mutilado y le ha escrito en el cuerpo ?zorra negra?, con un cuchillo.

Kate levanta las piernas, se hace un ovillo y me rodea con un brazo.

—La he visto en el Hullu Poro. Era muy guapa. —Cuando Kate usa una palabra finlandesa, suena raro, demasiado suave, como si un gorrión intentara graznar como un cuervo.

—He visto otros asesinatos, accidentes de coche graves..., pero nada igual a esto.

—?Tienes alguna idea de quién ha sido, o por qué?

Le doy un sorbo a la cerveza.

—Un crimen sexual, racista, o quizás ambas cosas. Aún es difícil de decir. —Ella me mira y lee el dolor en mis ojos. No quiero que lo vea, pero no sé cómo esconderlo—. No puedo entender cómo un ser humano puede hacerle algo así a otro.

Kate se acurruca junto a mí.

—?Quieres hablar de ello? —propone.

Nos quedamos sentados, en silencio, durante un rato.

—?Ha sido donde nos conocimos? —pregunta.

—Ha sido en el campo que hay frente a la casa de Aslak, a unos cien metros, frente a Marjakyl?. Tras registrar la escena del crimen, he tenido que pasar por las casas del barrio de mis padres. Un gustazo, vamos. Papá se ha comportado como si yo estuviera acusando a mamá de asesinato.

—Siempre es de lo más educado cuando estoy yo.

—Tú eres extranjera. Tiene miedo de lo que no entiende. Le intimidas y, cuando tú estás por ahí, se comporta lo mejor que puede para ocultarlo.

—A mí hay algo en él que también me asusta —concuerda ella—. ?Estaba muy bebido?

—Bastante.

Por su expresión, se nota que se solidariza conmigo. El padre de Kate está muerto, pero también era un borracho, así que no tengo que a?adir nada más. Kate tuvo una infancia difícil. Creció en Aspen, en el estado de Colorado. Su madre murió de cáncer cuando ella tenía trece a?os. Su hermano y su hermana tenían siete y ocho a?os, respectivamente.