ángeles en la nieve

Me daba demasiado miedo zambullirme para ir a buscarla, y papá estaba demasiado borracho, así que no hicimos nada. él se quedó allí sentado, llorando, y yo fui corriendo a buscar ayuda. Hicieron agujeros en el hielo y echaron redes de pesca por debajo. No llevó mucho tiempo: no había ido muy lejos. Cuando la sacaron, tenía en la cara una expresión de sorpresa, más que de dolor.

Siempre he sospechado que papá me culpa por la muerte de Suvi. Quizá por eso le costaba tan poco sacarse el cinturón. Sospecho que yo también lo culpo a él. Quizá mamá nos culpe a los dos. Me como el último bocado de l?skisoosi y dejo el tenedor y el cuchillo en el plato. Mamá se ha quedado callada; ambos están perdidos en sus pensamientos. Le digo que estaba delicioso y me despido de ella con un abrazo. Con una mano le aprieto el hombro a papá y le digo que nos veremos pronto. En el camino de vuelta al coche, veo a Eero y a Martta, que vuelven de su paseo vespertino, envueltos en ropa para protegerse del azote del frío. Eero es un septuagenario pulcro, bien vestido y esquizofrénico. Vivió con su madre hasta la muerte de ésta, hace veinte a?os, y entonces contrató a Martta como ama de llaves. Nadie sabe si su relación es sexual o no, ni de dónde saca el dinero para tener un ama de llaves.

Por su aspecto externo, da la impresión de que Eero es homosexual. Martta es muy peque?ita, achaparrada y de pelo gris. Los encuentro en lo alto de la carretera, frente al camino de entrada a la finca de Aslak. Están paseando al perro, un jack russell terrier que se llama Sulo. El animal va vestido con un suéter azul y rojo, y calza unas diminutas botas de fieltro. Les pregunto si han visto algo.

—Yo estaba hablando con un amigo por teléfono esta tarde y he visto salir un coche de la finca de Aslak —explica Eero.

Hay una cabina telefónica junto a la carretera. El teléfono está desconectado y lleva así a?os. Eero se pasa horas allí, pasando frío, hablando con amigos imaginarios, a veces tanto tiempo que con el aliento crea una capa de hielo sobre el auricular. Martta cortaba el cable periódicamente con la esperanza de que Eero dejara de echar monedas en el teléfono. La compa?ía telefónica por fin desistió de repararlo una y otra vez, pero lo dejó allí para que Eero pudiera seguir hablando solo.

—?Qué tipo de coche? —le pregunto.

—BMW, BMW, BMW.

A veces repite las cosas. No me lo creo mucho.

—?Qué modelo de BMW?

—Un sedán nuevo. Serie 3. Serie 3.

—?Tanto conoces los BMW?

—Me gustan los coches.

Eero siempre tuvo una memoria superior a la de cualquier otra persona que conozco.

—Eero, ?te acuerdas del 16 de mayo de 1974?

—Sí, claro.

—?Qué pasó?

—Nada en particular. Era jueves, estaba templado. Llegaron dos catálogos por correo. Tu padre se emborrachó y se la pegó con la bicicleta.

Eso lo recuerdo. Estoy impresionado.

—?De qué color era el BMW?

—Yo estaba hablando, no prestaba atención. Oscuro.

—?Y era nuevo?

—Bastante nuevo.

—?Viste quién conducía?

—Estaba demasiado oscuro. No lo vi, no lo vi.

—Bueno, muchas gracias. —Me agacho y le doy una palmadita a Sulo—. ?Te importa si vuelvo otro día a hacerte más preguntas?

—En absoluto. Me gusta tener compa?ía.

—Siempre eres bienvenido en casa —a?ade Martta, cogiéndole la mano.

Es un buen inicio. Me abro paso por el callejón helado, sacudiendo la cabeza, imaginándome a Eero en su posición.





4


Hace días que no he limpiado de nieve el camino de acceso a casa, y cuando llego tengo que empujar la puerta del garaje con fuerza para vencer la resistencia de la nieve y abrirla. Abro el motor del Saab y saco la batería. Si no lo hago, por la ma?ana el coche no arrancará. Entro en casa, dejo la batería en el suelo del recibidor, cierro la puerta tras de mí y me aíslo del mundo.