ángeles en la nieve

Debe de haber unos quince relojes colgados de las paredes. No sé por qué a mis padres les preocupa tanto marcar el tiempo. El repiqueteo sincopado de todos esos segunderos me vuelve loco. Aún no han puesto ninguna decoración navide?a. Siempre esperan hasta el último minuto. Nos sentamos en la cocina y les cuento lo del asesinato.

—Mamá, ?has visto u oído algo raro hoy?

Mamá no trabaja. Papá nunca se lo permitió. Ella aún me llama por mi apodo de infancia:

—Ei, Pikkuinen —dice: ?No, peque?o?. —?Qué es lo que esperabas que oyera tu madre? —pregunta papá.

—No esperaba nada. Forma parte de cualquier investigación de asesinato.

Papá no está mal cuando está sobrio, pero cuando bebe pueden pasar dos cosas: o bien está eufórico, o bien se torna mezquino.

—?Crees que tu madre no tiene nada mejor que hacer que sentarse junto a la ventana a mirar lo que pasa ahí fuera?

—No, no creo eso.

—Entonces, ?crees que tu madre ha matado a una negra en la granja de Aslak?

—No, tampoco creo eso. —Me pregunto si va a quitarse el cinturón, como cuando era peque?o.

Papá recurre a una de sus expresiones favoritas:

—Haista vittu —me suelta; aquello quiere decir algo así como: ?A oler co?o?. Un modo colorista de decirme que me vaya a la mierda. Su mente ebria deriva en otra dirección—. ?Sabes algo de tus hermanos?

Mis tres hermanos se marcharon de casa en cuanto tuvieron edad suficiente.

—Hace tiempo que no.

—Por lo menos podrían llamar, después de lo que nos costó criarlos. Y tú también.

Papá, el mártir.

—Se acerca la Navidad. Tendrás noticias suyas.

Mamá me pregunta si quiero algo de comer, y me doy cuenta de que estoy muerto de hambre. Calienta un resto de l?skisoosi, una salsa oleosa hecha con tiras de tocino con poca sal que me encantaba de ni?o, y la extiende sobre unas patatas hervidas.

Mientras como, ella cotillea sobre los vecinos y comenta lo bien que le va a mi hermano Timo. Timo cumplió siete meses de prisión por contrabando cuando era joven, y desde entonces mamá le compensa con creces, hablando de él como si fuera un santo.

Papá sostiene en silencio un vaso de agua lleno de vodka. Recuerdo que hoy se cumplen treinta y dos a?os de la muerte de mi hermana; por eso se comporta como un capullo.

Aquel a?o el frío llegó tarde, pero cuando llegó, golpeó duro. Yo tenía nueve a?os; Suvi, ocho. Mamá era una clueca de una regularidad excepcional: cinco hijos en siete a?os. Papá quería ir a pescar al hielo. Suvi y yo le preguntamos si podíamos ir con él a patinar. Mamá le advirtió a papá que el hielo aún estaba muy fino, pero él la tranquilizó: ?Kari cuidará de Suvi?, le dijo.

Había caído mucha nieve, pero era un polvo seco. El viento la había barrido del lago, y el hielo estaba limpio y resbaladizo como el cristal. Era una tarde estrellada, y con el reflejo del hielo se veía casi como si tuviéramos luz de día. Papá hizo un agujero en el hielo y se sentó en una caja, para pescar mientras se iba calentando con una botella de whisky Three Lions.

Yo intenté cuidar de Suvi. Patinábamos rápido, hacia el centro del lago, pero la tenía cogida de la mano. Oí un crujido seco, sentí un tirón en el brazo, y ella había desaparecido. Tardé un segundo en entender lo que había ocurrido, y entonces tuve miedo de que el hielo se rompiera también bajo mis pies. A gatas, me acerqué al lugar por donde había caído Suvi, pero ella ya se estaba alejando. Lo último que vi de ella con vida fueron sus manitas tanteando el hielo y golpeándolo con los pu?os.