El coleccionista

Llego andando al centro de la ciudad, dejo atrás bloques de oficinas con grandes puertas de cristal y tiendas de escaparates enormes. Entre unas y otras, bancos, cafeterías y algún que otro templo religioso. Muchos de los edificios del centro tienen casi cien a?os, algunos incluso más. La vieja arquitectura inglesa es fantástica cuando estás de humor para apreciarla, pero es difícil no estar de mala leche cuando la temperatura supera los treinta y ocho grados. La mayoría de los edificios están manchados por el humo de los tubos de escape y el hollín acumulado con los a?os, pero la belleza de Christchurch no está en su arquitectura, sino en sus zonas verdes. No en vano la llaman la Ciudad Jardín: hay árboles en casi cada calle, el jardín botánico está unas manzanas más allá y ha contribuido a acabar con la antigua imagen de la ciudad mucho más que el típico hotel moderno o que un bloque de oficinas en construcción. En un par de tiendas aún tienen la decoración navide?a en el escaparate desde hace meses. O eso, o es que han sido las primeras en ponerla este a?o.


Ya casi son las diez de la ma?ana y las calles jamás han estado tan vacías. Es como si durante mi ausencia hubiera llegado a la ciudad el Circo ébola, pero por supuesto no se trata de nada terrorífico. La gente no sale a la calle por el calor. Los desgraciados que no tienen más remedio que salir caminan despacio para ahorrar energía, con la ropa empapada en sudor y una botella de agua que han comprado en el supermercado a pesar de que por los grifos de Christchurch sale la mejor agua del mundo. Cruzo el puente que cruza el río Avon. El nivel del agua está por debajo de lo normal y los árboles que bordean la orilla están mustios, parece como si ansiaran poder zambullirse. Hay un par de patos escondidos a la sombra de unas matas de lino y otro flotando sobre el agua sobre su espalda, con el cuello vuelto hacia atrás mientras unas moscas oscuras y enormes revolotean a su alrededor. Paso junto a un cuatro por cuatro aparcado en doble fila frente a un semáforo que obliga a los demás coches a invadir el carril contrario para poder pasar. El vehículo está cubierto de polvo y suciedad y alguien ha escrito algo con el dedo en el parabrisas trasero: OJALá MI HIJA FUERA ASí DE GUARRA. Sigo andando hasta la estación central de autobuses y recibo el impacto del aire acondicionado. La estación huele a humo de cigarrillo y el panel electrónico que muestra las horas de salida ha recibido un ladrillazo o algo parecido. Espero a que llegue el siguiente autobús junto a diez personas más mientras algunos de ellos tratan de darles indicaciones a una pareja de turistas que se han perdido. Por primera vez en unos veinte a?os, tomo un autobús en mi propia ciudad. En la parte trasera hay dos chicos en edad escolar que lían cigarrillos y hablan sobre la cogorza que pillaron el último fin de semana y sobre la que pillarán durante el próximo, relatan sus proezas etílicas como si se tratara de una cuestión de honor. Utilizan todas las variantes posibles de la palabra ?puta?, como nombre, como verbo, como adjetivo… de un modo u otro encuentran la manera de llenar su conversación con esa palabra.

El conductor del autobús apenas cabe detrás del volante. El punto en el que terminan sus mu?ecas y empiezan sus antebrazos es incierto, mientras que la cabeza parece salirle directamente de los hombros, tiene el cuello sepultado bajo la grasa acumulada tras un largo historial de donuts. El autobús pasa junto a un grupo de adolescentes con la cabeza rapada, llevan sudaderas oscuras con capucha y vaqueros y parece que acaben de salir del juzgado y estén tramando algo que los obligará a volver muy pronto. Contemplo la ciudad y no veo grandes cambios, un par de edificios nuevos e intersecciones reformadas, pero en general está igual que antes, idéntica. Los que no parecen frustrados por ello son los responsables de la frustración. Cuando me enfrenté a mi estancia en la cárcel, cuatro meses me parecieron mucho tiempo y tuve la sensación de que el tiempo se detendría ahí dentro y que pasaría volando fuera. Sin embargo, ahora tengo la sensación de no haberme perdido nada.

El autobús expulsa nubes de humo que empeoran la mancha tóxica que cubre el parabrisas trasero. Se detiene de vez en cuando y el número de viajeros va creciendo y menguando. Cuando llegamos a la periferia solo quedan dos personas más a bordo aparte del conductor. Una de ellas es una monja y la otra es un imitador de Elvis enfundado en un traje de Elvis estilo Las Vegas, lleno de lentejuelas. Tengo la sensación de encontrarme en el escenario de un chiste. Durante todo el trayecto tengo el expediente que me ha dado Schroder sobre el regazo, aún por abrir. Las tapas de la carpeta son verdes y se mantienen cerradas gracias a dos gomas elásticas con las que jugueteo de vez en cuando, tirando de ellas con los dedos. El autobús tarda poco menos de treinta minutos en llegar a la parada de autobús más cercana a casa, luego me quedan cinco minutos a pie que se convierten en ocho debido al calor intenso.