El coleccionista

—Me lo habrás devuelto si te llevas el expediente.

—No —le digo. Pero puedo sentir cómo me reclama, cómo me atrae, cómo ese imán para la violencia me susurra al oído que dentro de esas cubiertas hay un mapa que me devolverá al mundo—. No puedo. Es que… no puedo.

—Vamos, Tate. ?Qué co?o piensas hacer? Tienes una esposa a la que cuidar. Una hipoteca. No has tenido ingresos en los últimos cuatro meses. Te estás quedando atrás. Necesitas un trabajo. Necesitas este trabajo. Y yo necesito que tú lo aceptes. ?Quién demonios crees que va a contratarte, si no? Mira, Tate, el a?o pasado trincaste a un asesino en serie, pero ?de verdad crees que alguien se va a fijar en eso? No importa cómo lo justifiques, ni que hagas balance de lo que hiciste bien y lo que hiciste mal; hay algo que no cambiará: ahora eres un ex presidiario. No puedes escapar a ello. Tu vida no es la misma que antes de estar ahí dentro.

—Gracias por llevarme, Carl. En parte me ha ido bien.

No es hasta que me encuentro en la calle, con las puertas del aparcamiento de la comisaría cerrándose tras de mí, cuando miro por primera vez el expediente, páginas repletas de muerte dentro de un dossier que me espera, a sabiendas de que no podré ignorarlo.





2


El pulgar está dentro del tarro, suspendido en un líquido enturbiado por el tiempo. La tapa está bien cerrada y el tarro, bien protegido con plástico de burbujas. Todo ello, empaquetado dentro de una caja de cartón del tama?o de un balón de fútbol, con las esquinas levemente aplastadas, el contenido rodeado por centenares de bolitas de poliestireno del tama?o aproximado del pulgar que protegen. La caja descansa en las manos de un mensajero que lleva la camisa por fuera y los dos botones de abajo desabrochados. Parece impaciente. E incomodado por el calor. Es evidente que tiene prisa por marcharse, se nota en la manera como le tiende el dispositivo de firma electrónica a Cooper. El aparato tiene forma de libro de bolsillo y Cooper estampa su firma en la pantalla con torpeza. El mensajero le da la caja, le desea un buen día y pocos segundos después sale dando un acelerón y levantando peque?os fragmentos de grava recubierta de asfalto que golpean los bajos del vehículo. Cooper se lo queda mirando con la caja en las manos, pesa menos de lo que esperaba. Con una u?a recorre los bordes de los sellos, debe de haber una docena de ellos pegados en el lateral junto con un albarán que cuenta mentiras. Los adhesivos y los sellos le dan un aspecto exótico, como si procediera de un lugar lejano, como si hubiera pasado por unas islas remotas, como si su contenido pudiera ser cualquier cosa en lugar de ese pulgar amputado. Los precintos están intactos. De no haber sido así, habría sido la policía quien se lo hubiera traído y no un mensajero.

Cierra la puerta de la casa e impide que entre el tórrido sol de la ma?ana. La ola de calor ha copado los titulares de los periódicos durante toda la semana. Llegó a Christchurch hace seis días y parece haberse instalado cómodamente. El número de víctimas mortales que se ha cobrado aún no ha llegado a la decena, pero se espera que pronto requerirá dos dígitos, seguramente durante el fin de semana. Está fundiendo el asfalto de las carreteras, quemando las matas de hierba y matando ganado. Cada vez más gente muere ahogada o víctima de la violencia vial y cada día el cielo de alguna parte de la ciudad se enturbia por el humo de una casa o una fábrica en llamas. Cooper cruza el salón con aire acondicionado en dirección a su estudio del segundo piso, también con aire acondicionado y con las paredes llenas de diplomas, todos perfectamente alineados y equidistantes, recubiertos por cristales perfectamente limpios; son como peque?as ventanas que dan fe de sus logros pasados. Deja el paquete sobre la mesa. Intenta imaginar lo que dirían otras personas de su especialidad en esa situación.

Abre el precinto con la hoja de un cuchillo. Le gustaría saber adónde han mandado el otro pulgar, si el destinatario debe de haber abierto la caja como si se tratara de un regalo de Navidad. Las tapas de cartón saltan nada más ceder el precinto. El poliestireno sisea en contacto con sus manos mientras busca en su interior. Sus dedos se cierran alrededor del recubrimiento de plástico de burbujas.