El coleccionista

El sol no deja de escalar el cielo, cada vez acorta más las sombras de los árboles y crea destellos de luz en las telara?as. Cooper tiene la radio encendida y escucha un programa en el que están debatiendo acerca de un asunto que últimamente está provocando mucha controversia en los medios de comunicación: si Nueva Zelanda debería restituir o no la pena de muerte. Había empezado con un comentario frívolo, una broma de mal gusto con la que el primer ministro había respondido a una pregunta acerca de lo que pensaba hacer el gobierno para intentar frenar el crecimiento de la tasa delictiva del país y el número cada vez mayor de encarcelados, pero la bola de nieve se había ido haciendo cada vez más grande gracias a la gente que había respaldado aquellas declaraciones y que preguntaba por qué el gobierno no se lo planteaba realmente. Al fin y al cabo, si la muerte era buena para las víctimas, ?qué había de malo en reservarles el mismo trato a los asesinos?

Cooper no está seguro de cuál es su posición en el tema. No está seguro de que un país del primer mundo deba poner en práctica castigos propios del tercer mundo. Pone la palanca de cambio en la posición de estacionamiento y sale del coche para cerrar la puerta del garaje, porque el maldito sistema automático se averió hace dos meses y el encargado del servicio técnico aún está esperando las piezas que ya tendrían que haber llegado. Puede sentir el calor que irradia el suelo a través de las suelas de los zapatos. Empieza a sudar antes incluso de llegar a la puerta. La brisa es suave y lo suficientemente cálida para iniciar un incendio. Hace una semana que la gente va por ahí en pantalones cortos y con los nervios de punta. Le llega el olor a marihuana del maldito surfista que vive enfrente de su casa y que se pasa las ma?anas, las noches y las horas intermedias fumándose el dinero que ganó en la lotería. Con cada paso tiene la camisa más empapada. Está tan alterado por lo del pulgar y por el calor que de repente se da cuenta de que aún lleva en la mano el maletín que ha recogido del estudio.

—Qué extra?o —dice. Cuando se da la vuelta ve algo aún más extra?o. Hay un tipo al que no había visto jamás junto a su coche.

—Perdone —dice el tipo, y aunque debe de rondar la treintena hay algo en él que a Cooper le hace pensar en sí mismo cuando era ni?o. Podría ser el pelo desmadejado que le cae sobre la frente, o los pantalones de pana pasados de moda hace ya veinte a?os—. ?Tiene hora?

—Claro —responde Cooper. Cuando baja la mirada para consultar el reloj, de repente una punzada profunda le estalla en el pecho. El maletín recibe una sacudida tan fuerte que se abre de golpe, su contenido queda esparcido frente a la entrada del garaje y un instante después también él se desploma en el suelo con los músculos y las extremidades fuera de control. El dolor se extiende hacia el estómago, las piernas y las ingles, pero por encima de todo lo que le duele es el pecho.

El tipo baja la pistola, se agacha junto a él y le aparta el pelo de los ojos.

—Todo irá bien —dice el chico, o al menos eso es lo que a Cooper le parece que dice; en realidad no lo sabe porque al mismo tiempo le llega un olor químico, nota cómo presionan algo contra su cara y no hay nada que pueda hacer para luchar contra ello. Es en ese momento cuando la oscuridad se cierne rápidamente sobre él y lo aparta de su colección.





3


El rótulo reza CACHORROS PERDIDOS A LA VENTA - 5$ CADA UNO. Está apoyado en una pared de ladrillos que sigue en pie gracias al mortero y a los grafitos. La pared está doscientos metros más cerca de casa que la comisaría de policía. Apoyado en esa misma pared de ladrillos, en la zona de sombra que esta proyecta, hay un tipo vestido con una camisa azul andrajosa, unos pantalones cortos azules andrajosos y un sombrero de cartón que venía de regalo en un paquete de cereales. No le queda nada bien, pero eso no parece importarle. Por su aspecto, diríase que lleva tiempo sin afeitarse y más o menos el mismo tiempo sin comer como es debido. Cuando paso junto a él me sonríe y me pregunta si llevo algo suelto. Solo mueve un lado de la boca al hablar y revela unos dientes raídos y grises. Solo tengo el dinero que me ha dado Schroder, por lo que le doy diez dólares con la esperanza de que se lo gastará en clases de ortografía en lugar de cerveza. La sonrisa del tipo se vuelve más amplia y unas líneas blancas aparecen en las comisuras de sus ojos, entre la suciedad que le cubre el rostro. Supongo que durante los últimos cuatro meses lo ha pasado incluso peor que yo.

—Con eso puede llevarse dos cachorros perdidos —dice, demostrando que su fuerte es la aritmética—. Elija usted mismo.

Yo no quiero ningún cachorro, pero miro de todos modos. Miro a izquierda y derecha y no veo ninguno.

—Están perdidos —me recuerda mientras se guarda el dinero en el bolsillo.