El coleccionista

El sol de las nueve en punto pega con fuerza y proyecta una larga sombra detrás de mí. Mire a donde mire parece como si hubiera agua sobre la superficie del suelo, una charca reluciente de profundidad mínima. El asfalto se pega a las suelas de mis zapatos mientras camino. Tengo que mantener la mano en alto a modo de visera para protegerme los ojos. Llevo veinticinco segundos fuera de la prisión y no soy capaz de recordar un día tan tórrido como este antes de mi ingreso. No es que haya visto mucho el sol durante los últimos cuatro meses, por lo que mi pálida piel empieza a quemarse. Cuanto más tiempo llevaba atrapado tras esos muros, más lejos me parecía este miércoles. La prisión te hace perder la noción del tiempo. A mi alrededor hay unos cuantos coches de gente que ha venido de visita. Un tipo apoyado en uno de ellos no para de mirarme. Lleva puestos unos pantalones de color habano y una camisa blanca con manchas oscuras en los sobacos. Ha perdido algo de peso desde que lo vi por última vez, pero sigue llevando el pelo rapado y aquella expresión que parece tener instalada permanentemente en el rostro. Llega hasta mi nariz olor a humo de algo grande que debe de estar quemándose en algún lugar lejano. Cierro los ojos con el sol de cara y dejo que me caliente la piel, que me la queme, antes de volver a abrirlos y ver que Schroder ya no está apoyado en el coche. Ha recorrido la mitad de la distancia que nos separaba.

—Me alegro de verte, Tate —dice Schroder. Estrecho la mano caliente y sudada que tiende hacia mí. Es el primer apretón de manos que doy desde hace bastante tiempo, pero recuerdo cómo se hace. La comida de la prisión no llegó a pudrirme el cerebro del todo—. ?Cómo te ha ido?

—?Cómo crees que me ha ido? —le pregunto después de soltarle la mano.

—Sí, claro. Bueno, me lo imagino —dice Schroder, mientras intenta hacerse una idea de ello. Trata de encontrar algo que decir pero no lo consigue y no será el último al que le pase. Dos pájaros de aspecto cansino vuelan bajo cerca de donde estamos, en busca de un lugar más fresco—. Pensé que te iría bien que te llevara a casa en coche.

Hay un monovolumen blanco esperando cerca de la entrada, con la parte inferior muy sucia y la parte superior solo ligeramente mejor. Dentro hay un par de tipos más a los que también han soltado hoy, los dos con el pelo rapado y lágrimas tatuadas en las mejillas, uno a cada lado, mirando por la ventanilla, esforzándose en ignorarse mutuamente. Otro tipo, de baja estatura y constitución recia, sale en ese momento con expresión fanfarrona. Le faltan todos los dedos de la mano derecha y el resultado es algo parecido a una porra que mantiene separada del cuerpo al andar, igual que el otro brazo, obligado por una caja torácica enorme y un ego aún mayor. Me mira fijamente antes de subir a la parte de atrás del monovolumen. Les doy como máximo una semana antes de que vuelvan a encerrarlos a los tres.

Hoy nos soltaban a los cuatro y la idea de pasar veinte minutos en un vehículo con ellos no me volvía precisamente loco. Tampoco me vuelve loco la idea de pasar ese tiempo con Schroder.

—Te lo agradezco —le digo.

Nos dirigimos hacia su coche de policía de color gris oscuro, sin distintivos, cubierto de polvo del trayecto que lleva hasta aquí, lo que destaca aún más las letras de los flancos de los neumáticos. Subo al coche y dentro hace aún más calor que fuera. Trasteo el aire acondicionado y consigo que algunas de las rejillas de ventilación apunten hacia mí. Observo la cárcel de Christchurch por el retrovisor, cada vez más peque?a hasta que desaparece tras una arboleda. Nos metemos en la autopista y torcemos a la derecha, hacia la ciudad. Pasamos junto a unos grandes prados de hierba seca cercados con alambre de espino. En esos campos hay tipos conduciendo tractores y levantando nubes de polvo, secándose el sudor de la cara ya a primera hora de la ma?ana. Lejos de los edificios, donde el aire es puro.

—?Ya has pensado en lo que vas a hacer ahora? —pregunta Schroder.

—?Por qué? ?Quieres ofrecerme mi antiguo puesto?

—Sí, eso no estaría nada mal.

—Entonces me haré granjero. Parece una buena manera de vivir.

—No conozco a ningún granjero, Tate, pero estoy seguro de que serías de los peores.

—?Ah, sí? ?Y cómo son los peores?

No responde. Está pensando en un granjero capaz de disparar a una vaca que se haya atrevido a molestar a otra vaca. Trato de imaginarme a mí mismo conduciendo uno de esos tractores siete días a la semana, llevando a las vacas de un prado a otro, pero por más que lo intento no consigo verme en ese papel. El tráfico se vuelve más denso a medida que nos acercamos a la ciudad.

—Mira, Tate, lo he estado pensando y empiezo a ver las cosas de otro modo.

—?A qué te refieres?

—A esta ciudad. A la sociedad, no lo sé. ?Qué piensas de Christchurch?

—Que está fatal —respondo, y es verdad.

—Sí, parece que desde hace un tiempo va de mal en peor. Pero las cosas… no sé. Es como si las cosas no mejoraran. Tú has salido de esta espiral desde que abandonaste el cuerpo hace tres a?os, pero es que estamos desbordados. Está desapareciendo gente. Hombres y mujeres que salen para ir a trabajar y ya no regresan jamás.

—Supongo que se habrán hartado de todo y han decidido huir —sugiero.

—No es eso.

—?Las conversaciones triviales siempre son así contigo?