Temerario II - El Trono de Jade

Siguieron callados durante un largo espacio de tiempo, mientras los criados encendían las lámparas. La luna salió y su cuarto creciente se reflejó plateado en el estanque; Laurence se dedicó a tirar piedrecillas al agua para romper aquel reflejo en ondas doradas. Era complicado imaginar a qué podría dedicarse él en China, aparte de servir de testaferro. Al final tendría que arreglárselas para aprender chino, o al menos a hablarlo, ya que no a escribirlo.

 

—No, Laurence, eso no puede ser. No me puedo quedar aquí y pasármelo bien mientras en casa siguen en guerra y me necesitan —respondió al fin Temerario—. Sobre todo, en Inglaterra los dragones ni siquiera saben que hay otra forma de hacer las cosas. Voy a echar de menos a Mei y a Qian, pero no puedo ser feliz sabiendo que siguen tratando tan mal a Maximus y a Lily. Creo que mi deber es volver y conseguir que mejoren las cosas.

 

Laurence no supo qué decir. A menudo había rega?ado a Temerario por sus ideas revolucionarias y su tendencia a la sedición, pero sólo en broma; nunca se le había ocurrido que el dragón pudiera intentar deliberadamente algo así. No tenía ni idea de cuál sería la reacción oficial, pero estaba seguro de que las autoridades no se lo iban a tomar con calma.

 

—Temerario, tú no puedes… —empezó, pero se detuvo al ver la mirada expectante de aquellos enormes ojos azules—. Amigo mío —dijo con voz queda pasados unos instantes—, me avergüenzo de mí mismo. Desde luego que no podemos contentarnos con dejar las cosas tal como están ahora que sabemos que hay un camino mejor.

 

—Sabía que estarías de acuerdo —dijo Temerario, satisfecho—. Además —a?adió en tono más prosaico—, mi madre me ha dicho que se supone que los Celestiales no combaten, y dedicarme sólo a estudiar todo el tiempo no suena muy emocionante. Es mucho mejor que volvamos a casa —asintió, y volvió a mirar su poema—. Laurence —a?adió—, ?crees que el carpintero de la nave podrá fabricar más bastidores de lectura como éste?

 

—Mi querido amigo, le diré que te fabrique una docena si eso te hace feliz —respondió Laurence.

 

Lleno de gratitud a pesar de sus preocupaciones, se recostó contra el dragón y contempló la luna tratando de calcular cuándo cambiaría la marea para llevarlos de vuelta a Inglaterra y a casa.

 

 

 

 

 

Extractos

 

 

Extractos de

 

Breve disertación sobre razas orientales,

 

con reflexiones sobre el arte de la cría de dragones

 

Presentado ante la ROYAL SOCIETY en junio de 1801

 

por SIR EDWARD HOWE, MIEMBRO DE LA ROYAL SOCIETY

 

Las ?innumerables hordas serpentinas? de Oriente se han convertido en un paradigma en Occidente, temidas y admiradas a la vez, debido en buena medida a los conocidos relatos de los peregrinos de una época más temprana y crédula que, aun siendo en el tiempo de su publicación de inestimable valor para arrojar luz sobre la absoluta oscuridad que les había precedido, para el experto contemporáneo resultan de escasa utilidad, pues padecen la lamentable exageración que estaba tan de moda en aquellos tiempos, ya sea porque sus autores creían sinceramente lo que contaban, o bien por el no tan inocente, aunque comprensible, deseo de satisfacer a una audiencia más amplia a la espera de oír relatos orientales plagados de monstruos y otras delicias imprevisibles.

 

Así ha llegado a nuestros días una colección de informes, por desgracia inconsistentes. Algunos no son más que pura ficción, y casi todos los demás son distorsiones de la realidad, con lo que el lector haría mejor descartándolos en conjunto que confiando en alguno en particular. Pondré un ejemplo aclaratorio: los Sui-Riu de Japón, conocidos por los estudiosos de la ciencia de los dragones a partir del relato de 1613 del capitán John Saris, en cuyas cartas atestiguaba la habilidad de esta raza para provocar una tempestad en medio de un cielo despejado. Merced a mis propios conocimientos voy a refutar esta sorprendente afirmación que atribuye los poderes de Júpiter a una criatura mortal: yo mismo he visto un Sui-Riu y he observado que su verdadero don es tragar cantidades ingentes de agua y expulsarla en violentas ráfagas, un don que ofrece un valor incalculable no sólo en la batalla, sino también para proteger los edificios de madera japoneses de los peligros del fuego. Un viajero incauto atrapado bajo semejante aguacero bien podría imaginar que los cielos se han abierto sobre su cabeza con un trueno, pero estos diluvios rara vez van acompa?ados de relámpagos o nubes de lluvia; duran tan sólo unos momentos, y huelga decir que no son en absoluto sobrenaturales.