Temerario II - El Trono de Jade

—?Le ha contado Hammond que ya hemos recibido a través del correo imperial varios mensajes de amistad enviados por los mandarines de Cantón? —le dijo Staunton a Laurence ante las puertas de sus respectivas habitaciones—. Por supuesto, el gesto del emperador de condonar todas las tasas a los barcos ingleses durante un a?o supondrá tremendas ganancias para la Compa?ía, pero a la larga lo más beneficioso será la nueva disposición de ánimo de los chinos. Supongo… —Staunton vaciló con la mano apoyada ya en el marco de su mampara, listo para entrar a su cuarto—. Supongo que quedarse aquí no será compatible con sus deberes, ?verdad? No hace falta que le diga que su presencia en estas tierras sería extremadamente valiosa, aunque por supuesto sé hasta qué punto llega nuestra necesidad de dragones en Inglaterra.

 

Tras retirarse por fin, Laurence se cambió de buena gana y se puso un sencillo traje de algodón, y después salió para reunirse con Temerario bajo la sombra fragante de unos naranjos. El dragón había desplegado un rollo en el bastidor, pero en vez de leer estaba mirando al otro lado del estanque más cercano. Un grácil puente de nueve arcos lo cruzaba, y su reflejo oscuro se recortaba en el agua te?ida de dorado por los últimos rayos del sol de la tarde mientras las flores de loto se cerraban para pasar la noche.

 

El dragón volvió la cabeza y saludó a Laurence tocándole con el hocico.

 

—Estaba vigilando, ahí está Lien —indicó mientras se?alaba con el hocico hacia el estanque.

 

La dragona blanca estaba cruzando el puente, sin más compa?ía que la de un hombre alto y de cabello oscuro, vestido con túnica azul de erudito, que caminaba a su lado y que tenía un aspecto un tanto extra?o. Laurence entrecerró los ojos unos segundos y se dio cuenta de que aquel hombre no tenía coleta ni la frente afeitada. A mitad de camino, Lien se detuvo y se volvió para mirarlos. Al verse ante aquellos ojos rojos que no parpadeaban, Laurence apoyó la mano instintivamente en el cuello del dragón.

 

Temerario gru?ó y levantó un poco la gorguera; pero Lien, con el cuello levantado en gesto orgulloso y altanero, apartó la vista, siguió adelante y no tardó en desaparecer entre los árboles.

 

—Me pregunto qué hará ahora —dijo Temerario.

 

Laurence también se lo preguntó. Desde luego, no iba a encontrar otro compa?ero voluntario, ya que incluso antes de sus últimos infortunios ya creían de ella que traía mala suerte. Había llegado a oír cómo varios cortesanos sostenían que ella era responsable del destino de Yongxing; un comentario terriblemente cruel, si Lien lo hubiera oído, pero había quienes, aún más implacables, opinaban que había que desterrarla.

 

—Tal vez se retire a algún campo de cría que esté aislado.

 

—No creo que aquí tengan terrenos destinados especialmente a la cría —dijo Temerario—. Mei y yo no tuvimos que… —aquí se interrumpió. Si los dragones hubiesen tenido la capacidad de ruborizarse, él lo habría hecho—. Pero a lo mejor me equivoco —se apresuró a a?adir.

 

Laurence tragó saliva.

 

—Veo que te has encari?ado mucho con Mei.

 

—Oh, sí —respondió Temerario, con melancolía.

 

Laurence se quedó callado. Tomó uno de aquellos frutos peque?os, duros y amarillos que habían caído aún sin madurar y se puso a darle vueltas entre las manos.

 

—La Allegiance zarpará con la próxima marea… Si el viento lo permite —dijo al fin en voz muy baja—. ?Prefieres que nos quedemos? —al ver la sorpresa de Temerario, a?adió—: Hammond y Staunton me han dicho que aquí podríamos hacer mucho por los intereses de Inglaterra. Si quieres quedarte, escribiré a Lenton para decirle que es mejor que nos destinen aquí.

 

—Ah —dijo Temerario, e inclinó la cabeza sobre el bastidor de lectura. No estaba prestando atención al rollo de papel, sólo pensaba—. Pero tú prefieres ir a casa, ?verdad?

 

—Mentiría si te dijera lo contrario —reconoció a su pesar Laurence—, pero lo que de verdad prefiero es verte feliz, y no se me ocurre cómo puedo conseguirlo en Inglaterra ahora que has visto cómo tratan aquí a los dragones —casi se atragantó al pronunciar aquellas palabras desleales para su patria; no pudo decir más.

 

—Los dragones de aquí no son más listos que los dragones ingleses —dijo Temerario—. No hay razón para que Maximus o Lily no puedan aprender a leer y escribir, o a desempe?ar otro tipo de profesión. No está bien que nos guarden en corrales como si fuéramos animales y que tan sólo nos ense?en a luchar.

 

—No —dijo Laurence—. No está bien.

 

No había ninguna respuesta posible. Los ejemplos que había visto ante sus ojos en todos los rincones de China echaban por tierra su defensa de las costumbres británicas. El que algunos dragones pasaran hambre no era una gran réplica. él mismo habría preferido pasar hambre antes que renunciar a su propia libertad, y no pensaba insultar a Temerario mencionándolo siquiera.