Temerario II - El Trono de Jade

La dragona blanca siseó de repente y atacó. Laurence dio un respingo, pero Temerario había retrocedido justo a tiempo y las puntas rojas de las u?as de Lien pasaron a escasos centímetros de su garganta. Incorporado ahora sobre sus poderosas patas traseras, se agazapó y saltó con las garras extendidas; Lien se vio obligada a retroceder, brincó hacia atrás con torpeza y perdió el equilibrio. Abrió las alas parcialmente para no perder pie y cuando Temerario volvió a presionarla se elevó hacia las alturas; él la siguió al instante.

 

Laurence le quitó a Hammond los anteojos sin ninguna ceremonia y trató de seguir su vuelo. La dragona blanca era mayor y tenía más envergadura. No tardó en dejar atrás a Temerario y se dedicó a sobrevolarle en elegantes círculos. Sus intenciones eran evidentes y letales: quería lanzarse a plomo sobre él desde arriba. Pero una vez pasado el primer ardor de la furia de la batalla, Temerario había reconocido la ventaja de la que gozaba Lien y había empezado a utilizar su experiencia: en vez de perseguirla se desvió en ángulo y voló lejos del resplandor de las linternas, fundiéndose con las tinieblas.

 

—?Bien hecho! —exclamó Laurence.

 

Lien revoloteaba insegura a media altura, moviendo la cabeza hacia todas partes para escudri?ar la noche con sus fantasmales ojos rojos. De repente, Temerario se lanzó como un rayo desde las alturas, rugiendo, pero ella se apartó a un lado con una velocidad increíble. Al contrario que la mayoría de los dragones que sufrían un ataque desde arriba, no dudó más que un instante, y a la vez que se apartaba consiguió ara?ar a Temerario en su pasada y le abrió tres heridas rojas en la piel negra. Gotas de sangre espesa salpicaron el patio con un reflejo negro bajo la luz de las linternas. Mei se acercó un poco más con un peque?o gemido. Qian se volvió hacia ella con un silbido, pero Mei tan sólo se agachó en se?al de sumisión para no ofrecer blanco a su ira y se enroscó ansiosa contra un grupo de árboles para ver más de cerca.

 

Lien estaba aprovechando bien su mayor velocidad, lanzándose contra Temerario y retirándose enseguida para incitarle a que gastara sus fuerzas en inútiles intentos de alcanzarla, pero Temerario era cada vez más astuto: la velocidad de sus zarpazos era un poco inferior a la que podía alcanzar, una fracción más lenta. Al menos eso era lo que esperaba Laurence, y no que las heridas le estuvieran causando tanto dolor. Al fin, Temerario consiguió atraer más cerca a Lien, se abalanzó sobre ella de repente con ambas garras extendidas y la ara?ó en el vientre y en el pecho. La dragona chilló de dolor y se alejó batiendo las alas con frenesí.

 

La silla de Yongxing cayó con estrépito cuando el príncipe se puso en pie de un salto abandonando toda pretensión de calma. Ahora se quedó de pie contemplándolo todo con los pu?os apretados junto a los costados. Las heridas no tenían aspecto de ser muy profundas, pero la dragona blanca parecía aturdida; no dejaba de lamentarse y revoloteaba para lamerse los ara?azos. Lo cierto era que ningún dragón de palacio tenía cicatrices, y Laurence pensó que lo más probable era que nunca hubiesen estado en una auténtica batalla.

 

Temerario se quedó un rato suspendido en el aire, flexionando las garras, pero cuando vio que Lien no volvía atrás para acercarse a él de nuevo, aprovechó el hueco para lanzarse en picado sobre Yongxing, su verdadero objetivo. Lien levantó la cabeza como un látigo, chilló de nuevo y se arrojó en su persecución, batiendo las alas con todo su poder y olvidándose de las heridas. Llegó a su altura cuando casi estaba en el suelo, se abalanzó contra él en un nudo de alas y cuerpos y lo apartó de su trayectoria.

 

Chocaron contra el suelo a la vez y rodaron juntos en un solo siseo, como una bestia salvaje con muchos miembros que se ara?ara a sí misma. Ninguno de los dos dragones prestaba ya atención a las heridas ni los zarpazos, y tampoco eran capaces de tomar aliento lo bastante hondo para utilizar el viento divino contra el adversario. Sus colas azotaban como látigos en todas direcciones, derribando los árboles de sus macetas y segando un macizo de bambú ya crecido de un solo golpe. Laurence agarró a Hammond por el brazo y tiró de él para apartarle de allí mientras los troncos huecos se derrumbaban sobre las sillas con estrépito de tambores.