Temerario II - El Trono de Jade

Laurence se dejó aleccionar una vez más; al menos, eso le servía para olvidar su incómoda posición. Al fin le dejaron ir, aunque uno de los sastres los siguió por medio recibidor para hacer un último arreglo en los hombros mientras Hammond intentaba meterle prisa.

 

El inocente testimonio del joven príncipe Miankai había terminado de condenar a Yongxing. El difunto príncipe le había prometido al chico su propio Celestial y le había preguntado si le gustaría ser emperador, aunque sin a?adir demasiados detalles sobre la forma en que lo iban a llevar a cabo. Toda la facción de partidarios de Yongxing, hombres que, como él, creían que había que cortar de raíz todo contacto con Occidente, había caído en desgracia, y el príncipe Mianning había recuperado una vez más su influencia en la corte. Como resultado, se había esfumado cualquier oposición a la propuesta de adopción presentada por Hammond. El emperador había dictado un decreto por el que aprobaba aquel arreglo, y como para los chinos esto era el equivalente de ordenarles que actuaran al instante, sus progresos fueron tan rápidos como lentos habían sido hasta entonces. Apenas se acordaron los términos, una nube de sirvientes apareció en sus alojamientos del palacio de Mianning para embalar todas sus pertenencias en fardos y cajas.

 

El emperador había instalado ahora su residencia en el Palacio de Verano del Jardín de Yuanmingyuan: volando en dragón se hallaba a medio día de Pekín, desde donde los habían transportado a toda prisa. Los vastos patios de granito de la Ciudad Prohibida se habían convertido en yunques ardientes bajo el duro sol del verano mientras que en Yuanmingyuan la lujuriante vegetación y los cuidados lagos mitigaban el calor. A Laurence no le extra?ó en absoluto que el emperador prefiriera alojarse en aquel palacio mucho más confortable.

 

Sólo Staunton había recibido permiso para acompa?ar a Laurence y Hammond en la ceremonia de adopción propiamente dicha, pero Riley y Granby conducían al resto de sus hombres como escolta. Su número se vio incrementado de manera sustancial por los guardias y mandarines que el príncipe Mianning les prestó para dar a Laurence lo que consideraban un séquito de tama?o respetable. Todos juntos abandonaron el elaborado complejo donde se habían alojado y emprendieron la marcha hasta el pabellón de audiencias donde el emperador iba a recibirlos. Cuando llevaban una hora de caminata y habían cruzado ya seis arroyos y estanques, mientras sus guías se detenían a intervalos regulares para se?alarles alguna característica particularmente elegante de aquel paisaje artificial, Laurence empezó a pensar que tal vez habían salido demasiado tarde, pero al fin llegaron al pabellón y los condujeron hasta un patio amurallado donde debían esperar la venia del emperador.

 

La espera en sí fue interminable. El sudor empapaba poco a poco sus túnicas mientras aguardaban sentados en aquel patio tan caluroso en el que no corría ni una brizna de aire. Les trajeron copas de helado y muchos platos de comida picante que Laurence tuvo que obligarse a sí mismo a probar; también cuencos de leche y té, y regalos diversos: una gran perla de forma perfecta con una cadena de oro y unos cuantos rollos de literatura china, y para Temerario, un juego de fundas para u?as en oro y plata como las que usaba su madre de vez en cuando. El dragón era el único al que el calor no parecía molestar. Se quedó encantado con las fundas, se las puso enseguida y se entretuvo moviéndolas bajo el sol para arrancarles reflejos mientras los demás se amodorraban cada vez más.

 

Al fin los mandarines volvieron a salir y con grandes reverencias condujeron a Laurence al interior, seguido por Hammond y Staunton, y detrás de ellos Temerario. En la sala de audiencias, que era abierta, corría el aire; estaba decorada con cortinas claras y elegantes y olía a la fragancia de unos melocotones dorados apilados en un cuenco. Los únicos asientos eran un diván para dragones en la parte posterior de la sala, donde descansaba un gran macho Celestial, y un sillón de palisandro sencillo pero bellamente pulido en el que se sentaba el emperador.