Legendborn (Legendborn #1)

Legendborn (Legendborn #1)

Tracy Deonn



Legendborn

Cuando las sombras se alcen, también lo hará la luz Tras la misteriosa muerte de su madre, Bree Matthews decide alejarse todo lo posible de sus recuerdos y se matricula en un programa para adolescentes con talento en la Universidad de Chapel Hill. Por fin, parece que la vida le sonríe… Hasta que, en su primer día, es testigo de un ataque mágico. De pronto, Bree se sumerge en un mundo de demonios que se alimentan de energía humana. Descubrirá a una sociedad secreta de estudiantes descendientes del rey Arturo que dan caza a estos seres y un mago manipulará su memoria para hacerla olvidar. Pero cuando los recuerdos de Bree reaparecen, la joven no se detendrá hasta averiguar la verdad sobre la muerte de su madre y los secretos de la enigmática orden.

Finalista de los premios Hugo y Locus

Ganadora de los premios Ignyte y Coretta Scott King ?Legendborn es un cautivador libro de fantasía moderna que habla sobre historia y poder, y Deonn es una autora a la que hay que seguir de cerca.?

Kiersten White, autora best seller del New York Times ?Perfecta para los fans de Cassandra Clare y Kiersten White, el retelling de la leyenda artúrica que ofrece Tracy Deonn es único y está lleno de magia y sentimiento. ?Un debut brillante!?

Ashley Poston, autora best seller de Geekerella ?Un retelling de la leyenda artúrica que a?ade asientos a la Mesa Redonda e invita a nuevos lectores a encontrarse a sí mismos en su universo. […] Un relato moderno sobre el duelo, el poder y el autodescubrimiento.?

Dhonielle Clayton, autora best seller del New York Times ?Legendborn es una lectura embriagadora y electrizante. […] Este libro te cautiva, página a página, hasta que descubres que, en realidad, te ha liberado.?

L. L. McKinney, autora de la serie Nightmare-Verse #wonderfantasy

Para mi madre





Prólogo

El cuerpo del agente de policía se desdibuja antes de volver a enfocarse.

No lo miro directamente. Soy incapaz de enfocar nada de lo que hay en esta sala, pero, cuando intento mirarlo, su cara se vuelve borrosa.

La placa, la chapa rectangular con su nombre, el alfiler de su corbata. Todos los detalles metálicos de su pecho ondean y destellan como las monedas de plata que se lanzan al fondo de una fuente. Nada en él me parece sólido. Nada me parece real.

Sin embargo, no es eso en lo que pienso. No puedo.

De todas maneras, todo se vuelve irreal cuando llevas tres horas seguidas llorando.

El policía y la enfermera nos conducen a mi padre y a mí a una sala diminuta con las paredes de color verde menta. Ahora están al otro lado de la mesa y dicen que van a ?explicarnos la situación?.

No me parecen reales, igual que la ?situación? que pretenden explicar.

No lloro por la muerte de mi madre ni por mí misma. Lloro porque unos desconocidos del hospital, una enfermera, una médica y un policía que no la conocían, hayan sido quienes más cerca estaban de ella cuando murió. Cuando pierdes a alguien cercano, te toca aguantar a unos desconocidos explicándote cómo tu pesadilla se ha vuelto realidad.

—La hemos encontrado en la ruta 70, hacia las ocho —dice el policía.

El aire acondicionado se enciende. Los intensos olores a jabón de manos hospitalario y a limpiasuelos nos azotan la cara.

Los oigo hablar de mi madre en pasado, la persona que me trajo al mundo y dio forma a mi presente. Hablan en pasado de mi corazón, que palpita, sangra y se desgarra, justo delante de mí.

Es una violación en toda regla.

Las palabras de estos desconocidos uniformados son desgarradoras, pero solo hacen su trabajo. No puedo gritar a la gente que solo hace su trabajo, ?verdad?

Sin embargo, quiero.

Mi padre está sentado en una silla de vinilo acolchado que cruje cada vez que se inclina hacia delante para leer en el papel los párrafos escritos con letra peque?a. ?De dónde ha salido todo ese papeleo? ?Por qué tiene a mano los documentos para tramitar la defunción de mi madre? ?Por qué están preparados, si yo no lo estoy?

Mi padre pregunta, firma, parpadea, respira y asiente. No sé cómo consigue funcionar. La vida de mi madre se ha terminado.

?No debería ocurrir lo mismo con todo lo demás?

Tras una colisión, se quedó atrapada dentro del sedán familiar, con el cuerpo medio estrujado bajo el salpicadero. Estuvo sola hasta que un buen samaritano, seguro que muy asustado, vio su coche volcado en el arcén.

Un hilo rojo como la sangre conecta las últimas y desmedidas palabras que le dije a mi madre, la noche anterior al accidente, con otra noche de febrero. Una noche en la que mi mejor amiga, Alice, y yo, sentadas en el sótano de la casa de dos pisos de sus padres, decidimos que el Programa Universitario de Admisión Temprana de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill es nuestro sue?o. ?Los estudiantes de instituto más brillantes tendrán la oportunidad de obtener créditos universitarios en la UNC en el transcurso de dos a?os, experimentar la vida en las residencias y volverse independientes?. Al menos, eso decía el folleto. Para Alice y para mí, dos chicas pertenecientes a una minoría, el Programa de Admisión Temprana era la oportunidad de escapar de nuestro pueblecito rural de Carolina del Norte. Para nosotras, implicaba ideas y aulas más grandes, una aventura. Habíamos rellenado las solicitudes juntas, y juntas entramos en la oficina de correos de Bentonville después de clase para meter los sobres en el buzón. Si nos aceptaban en el programa, nos iríamos del instituto de Bentonville y nos mudaríamos a una residencia universitaria a cuatro horas de casa, lejos de unos padres que nos controlaban tanto que a veces ni siquiera podíamos respirar.

Una década antes de que yo naciera, mi madre había sido estudiante de la UNC. Una científica en ciernes. Esa historia me la habían contado cientos de veces. También había visto las fotos en las que aparecía con sus gafas protectoras posando junto a sus elaborados experimentos, con vasos de precipitados y pipetas de vidrio. En realidad, la culpa era suya, por haberme metido la idea en la cabeza. Al menos, es lo que me decía a mí misma.

Las cartas llegaron ayer. Los padres de Alice sabían que se había presentado. Se emocionaron como si los hubieran aceptado a ellos.

Sabía que mi caso sería diferente. Me había presentado a espaldas de mi madre, segura de que, cuando tuviera la carta y me admitieran, abandonaría la necesidad de tenerme cerca en todo momento. Le entregué el sobre azul y blanco de la universidad y sonreí como si fuera un trofeo.

Nunca la había visto tan enfadada.

Mi cerebro no acepta que mi cuerpo esté aquí sentado y no para de analizar las últimas treinta y seis horas mientras intenta comprender cómo ha llegado a esta sala de hospital.

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