Los Hijos de Anansi

En el funeral, que se celebró en el Crematorio del Sur, en Londres, Gordo Charlie estuvo todo el tiempo esperando ver aparecer a su padre: a lo mejor el viejo hacía una espectacular entrada encabezando una banda de jazz, o aparecía desfilando por el pasillo con un grupo de payasos o con media docena de chimpancés montados en triciclo y fumando puros; incluso se pasó todo el servicio mirando hacia la puerta de la capilla por encima de su hombro. Pero el padre de Gordo Charlie no apareció por allí, sólo acudieron los amigos de su madre y algunos parientes lejanos, la mayor parte de los cuales eran mujeres corpulentas que lucían sombreros negros, se sonaban las narices, se secaban las lágrimas y sacudían la cabeza con aire abatido.

 

Fue mientras cantaban el himno de despedida, después de que apretaran el botón y la madre de Gordo Charlie avanzara sobre la ruidosa cinta transportadora que la conduciría hacia la Eternidad, cuando Gordo Charlie se fijó en un hombre más o menos de su misma edad que estaba de pie al fondo de la capilla. No era su padre, evidentemente. Era alguien a quien no conocía, alguien que le habría pasado completamente desapercibido —allí atrás, entre las sombras—, de no haber estado mirando a ver si aparecía su padre... y ahí estaba aquel extra?o; con su elegante traje negro, la mirada baja y las manos cruzadas.

 

Gordo Charlie se quedó mirándole un rato, y el extra?o le miró y le dedicó una afligida sonrisa, como queriendo dar a entender que ambos compartían la misma pena. No era la clase de expresión que uno espera encontrar en el rostro de un extra?o y, aun así, Gordo Charlie no conseguía ubicar a aquel hombre. Volvió la vista al frente de nuevo. Cantaron Swing Low, Sweet Chariot —Gordo Charlie sabía de sobra que a su madre no le gustaba nada aquella canción—, y el reverendo Wright invitó a todos los presentes a que se acercaran a casa de Alanna, la tía abuela de Gordo Charlie, a tomar un refrigerio.

 

No había nadie a quien no conociera en casa de su tía abuela Alanna. En los a?os posteriores a la muerte de su madre, se había preguntado varias veces por aquel extra?o: quién era, por qué habría asistido al funeral. En ocasiones, Gordo Charlie pensaba, incluso, que había sido producto de su imaginación, sin más...

 

—Entonces —dijo Rosie, apurando su chardonnay—, llamarás a esa tal se?ora Higgler y le darás el número de mi móvil. Dile lo de la boda, la fecha... y ahora que lo pienso: ?crees que deberíamos invitarla a ella también?

 

—Podemos invitarla si queremos —respondió Gordo Charlie—, pero no creo que venga. Es sólo una antigua amiga de la familia. Conoció a mi padre en los tiempos heroicos.

 

—Bueno, tantéala. Mira a ver si deberíamos enviarle una invitación.

 

Rosie era una buena persona. Había en ella algo del espíritu de san Francisco de Asís, de Robin Hood, de Buda y de Glinda, la Bruja Buena del Norte; el saber que estaba a punto de reconciliar a su verdadero amor con su repudiado padre le daba a su próxima boda una nueva dimensión, decidió. Ya no era una boda común y corriente: era más bien una misión humanitaria, y Gordo Charlie conocía a Rosie lo suficiente como para saber que jamás debía interponerse entre su prometida y la imperiosa necesidad que ésta sentía de Hacer el Bien.

 

—Llamaré a la se?ora Higgler ma?ana —dijo.

 

—?Sabes qué? —le dijo Rosie arrugando la nariz en un gracioso gesto—, llámala mejor esta noche. Después de todo, en Estados Unidos todavía es temprano.

 

Gordo Charlie asintió. Salieron juntos de la taberna, Rosie con paso resuelto, Gordo Charlie como si fuera camino del patíbulo. Se decía a sí mismo que no fuera tonto: después de todo, cabía la posibilidad de que la se?ora Higgler se hubiera mudado a otra parte, o de que tuviera desconectado el teléfono. Era posible. Cualquier cosa era posible.

 

Subieron al apartamento de Gordo Charlie, en el piso superior de una casa no muy grande en Maxwell Gardens, más allá de Brixton Road.

 

—?Qué hora es en Florida? —preguntó Rosie.

 

—Media tarde —contestó Gordo Charlie.

 

—Estupendo. Llama ahora mismo, entonces.

 

—Quizá deberíamos esperar un rato. A lo mejor no está en casa.

 

—O quizá deberíamos llamar ya, antes de que se siente a cenar.

 

Gordo Charlie buscó su vieja agenda de teléfonos, y en la página correspondiente a la H encontró un trozo de papel arrancado de un sobre en el que su madre había escrito un número de teléfono y, debajo, ?Callyanne Higgler?.

 

El teléfono dejó sonar varios tonos.

 

—No está en casa —le dijo a Rosie, pero, justo en ese momento, alguien contestó al otro lado del hilo, una voz femenina.

 

—?Sí? ?Quién es?

 

—Esto... ?Es la se?ora Higgler?

 

—?Quién llama? —preguntó la se?ora Higgler—. Si es usted uno de esos malditos comerciales, más le vale borrarme inmediatamente de su lista o le pongo una querella. Conozco mis derechos.

 

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