Los Hijos de Anansi

Aquellas mujeres iban embutidas en estrechos tops, estaban coloradas como gambas de tanto tomar el sol y eran tan jóvenes que podían haber sido sus hijas.

 

Enseguida, él se sentó a su mesa, se puso a fumar sus puritos y a insinuar que había pertenecido a los servicios de Inteligencia del Ejército durante la guerra, aunque tuvo buen cuidado de no especificar en qué guerra, y presumió ante ellas diciéndoles que podía matar a un hombre de doce maneras diferentes con sus propias manos sin despeinarse siquiera.

 

Luego, sacó a bailar a la más rubia y tetona de todas mientras, en el escenario, una de sus amigas cantaba Strangers in the Night. Parecía estar pasándolo de maravilla, aunque la turista era bastante más alta que él y tenía la boca tan grande como las tetas.

 

Y entonces, acabado el baile, anunció que era otra vez su turno y, teniendo en cuenta que si algo se podía decir del padre de Gordo Charlie era que estaba bien seguro de su heterosexualidad, se arrancó a cantar I Am What I Am para todos los presentes pero, en especial, para la turista más rubia de todas, que estaba sentada en la mesa que quedaba justo debajo del escenario. Echó el resto. Había llegado ya a aquello de que, para él, su vida no valía un pimiento si no podía decir a los cuatro vientos que él era lo que era, cuando se le puso una cara rara, se llevó una mano al pecho y estiró la otra hacia delante, y se cayó, tan despacio y con tanto estilo como es posible caerse, del improvisado escenario o sobre la rubia turista, y de allí al suelo.

 

—Es exactamente como él habría querido irse —suspiró la se?ora Higgler.

 

Y entonces le contó a Gordo Charlie cómo su padre, en un último gesto, mientras caía, se agarró a algo que resultó ser el top de la rubia, y algunos pensaron que se había arrojado desde el escenario en un arrebato de lujuria con el único propósito de dejar al descubierto las tetas de la chica, porque allí estaba ella, gritando, con sus tetas mirando directamente al público presente, mientras seguía sonando la música de I Am What I Am, sólo que sin la voz.

 

Cuando, finalmente, los espectadores se dieron cuenta de lo que había pasado en realidad, guardaron dos minutos de silencio y llevaron fuera al padre de Gordo Charlie y lo metieron en una ambulancia mientras la rubia daba rienda suelta a su histeria en el lavabo de se?oras.

 

Eran aquellos pechos los que Gordo Charlie no lograba quitarse de la cabeza. En su imaginación, le seguían con su acusadora mirada por la habitación, como los ojos de un cuadro. Sentía la acuciante necesidad de disculparse ante una sala llena de gente a la que jamás había visto. Y el saber que su padre habría encontrado aquello increíblemente divertido lo hacía sentirse todavía más humillado. No hay nada peor que sentirse avergonzado por algo que ni siquiera has presenciado: tu mente reconstruye la escena una y otra vez, exagerando los detalles, presentándotela desde todos los ángulos posibles. Bueno, quizá tu mente no, pero la de Gordo Charlie, desde luego, sí.

 

Por regla general, Gordo Charlie sentía la vergüenza en los dientes y en la boca del estómago. Si mientras estaba viendo la televisión presentía que estaba a punto de suceder algo que remotamente sospechaba iba a provocarle un ataque de vergüenza ajena, Gordo Charlie se levantaba de un salto y apagaba el televisor. Y si eso no era posible porque, pongamos por caso, había más gente viendo la tele con él, entonces, abandonaba la habitación con cualquier pretexto y esperaba hasta estar seguro de que había pasado el momento presuntamente embarazoso.

 

Gordo Charlie vivía en la zona sur de Londres. Había llegado allí a la edad de diez a?os, con un acento americano que lo había convertido en objeto de constantes burlas y del que se había desprendido a base de grandes esfuerzos —no paró hasta extirparse la última consonante palatalizada y conseguir suavizar sus sonoras erres y, además, aprendió a utilizar correctamente la palabra innit [4]—. Finalmente, cuando cumplió los dieciséis, había logrado borrar por completo su acento americano, y justo entonces, sus compa?eros de clase descubrieron que lo que de verdad molaba era hablar como los chavales de barrio americanos. De repente, todos menos Gordo Charlie imitaban el modo en que hablaba Gordo Charlie cuando llegó a Inglaterra, sólo que él jamás habría podido usar en público aquel lenguaje sin que su madre le hubiera cruzado la cara de un sopapo.

 

El secreto estaba en la voz.

 

Una vez empezó a desaparecer la vergüenza que sintió al enterarse de cómo había muerto su padre, Gordo Charlie se sintió simplemente vacío.

 

—Ya no tengo familia —le dijo a Rosie, en un tono que era casi de enfado.

 

—Me tienes a mí —respondió ella. Aquello hizo sonreír a Gordo Charlie—. Y también tienes a mi madre —a?adió, y la sonrisa se le borró inmediatamente de la cara. Rosie le besó en la mejilla.

 

—Podrías quedarte a pasar la noche conmigo —sugirió él—, para consolarme y eso.

 

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