Los Hijos de Anansi

El predicador dijo:

 

—Y ahora, ?hay alguien que quiera decir unas palabras en recuerdo del difunto?

 

Por la expresión que había en los rostros de los que se hallaban más cerca de la tumba, resultaba obvio que bastantes de ellos tenían pensado decir algo. Pero Gordo Charlie sabía que era ahora o nunca. ?Necesitas hacer las paces con tu padre, lo sabes.? Era cierto.

 

Respiró hondo y dio un paso al frente, de suerte que quedó justo al borde de la tumba, y dijo:

 

—Hum. Con su permiso. Sí. Creo que yo tengo algo que decir.

 

Los gritos se oían cada vez más fuerte. Varios de los asistentes miraban por encima de sus respectivos hombros para ver de dónde venían. El resto de la concurrencia tenía la vista fija en Gordo Charlie.

 

—Nunca tuve lo que podría llamarse una relación estrecha con mi padre —dijo Gordo Charlie—. Supongo que nunca supimos muy bien cómo hacerlo. Durante los últimos veinte a?os, no he formado parte de su vida, y él tampoco ha sido parte de la mía. Hay muchas cosas que me resulta muy difícil perdonarle, pero un día te das la vuelta y te encuentras con que ya no tienes familia. —Se pasó una mano por la frente—. No creo haberle dicho ?te quiero, papá? una sola vez en toda mi vida. Todos vosotros, todos, probablemente le hayáis conocido mejor que yo. Algunos, incluso, le habréis querido. Vosotros formabais parte de su vida, yo no. Así que no me avergüenza que me oigáis decirlo. Decir por primera vez, al menos en los últimos veinte a?os —bajó la vista hacia el inexpugnable féretro metálico—: te quiero. Y nunca te olvidaré.

 

Los gritos se oían cada vez más fuerte, y ahora la voz sonaba lo bastante alta y clara, en medio del silencio que siguió a la declaración de Gordo Charlie, como para que todos pudieran entender las palabras que resonaron por todo el parque cementerio:

 

—?Gordo Charlie! ?Deja de fastidiar a esa gente, mueve el culo y ven aquí ahora mismo!

 

Gordo Charlie se quedó perplejo mirando aquel mar de caras desconocidas que hervían en una mezcla de asombro, confusión, ira y espanto; con las orejas ardiendo, se dio cuenta de lo que sucedía.

 

—Estooo... Perdón. Me he equivocado de funeral —dijo.

 

Un ni?o peque?o con grandes orejas y una enorme sonrisa afirmó con orgullo:

 

—ésa era mi abuelita.

 

Gordo Charlie retrocedió por entre la peque?a multitud allí congregada murmurando inconexas palabras de disculpa. Quería que el mundo se acabara en ese preciso instante. Sabía que aquello no había sido culpa de su padre, pero también sabía que a su padre le habría parecido desternillante.

 

De pie en mitad del sendero, con los brazos en jarras, había una mujer corpulenta con el pelo gris y cara de trueno. Gordo Charlie caminó hacia ella como quien camina por un campo de minas, volvía a tener nueve a?os y la había pifiado.

 

—?No me has oído gritar? —preguntó—. Has pasado justo a mi lado. ?Vaya manera de hacer el ridículo! —pronunció la palabra ridículo con doble erre—. Ven por aquí, anda. Te has perdido el responso y todo. Pero hay una palada de tierra que lleva tu nombre.

 

La se?ora Higgler apenas había cambiado en las dos últimas décadas: estaba algo más gorda y tenía más canas. Llevaba los labios apretados mientras encabezaba la marcha por uno de los múltiples senderos que atravesaban el parque cementerio. Gordo Charlie sospechaba que la primera impresión que había causado no había sido precisamente buena. La mujer caminaba delante y, muerto de vergüenza, Gordo Charlie iba tras ella.

 

Una lagartija trepó por uno de los barrotes de la verja que cercaba el parque cementerio, luego se quedó posando sobre uno de los pinchos, paladeando el pegajoso aire de Florida. El sol estaba oculto tras una nube pero la tarde era, si cabe, más calurosa. La lagartija infló el gaznate, que parecía un globo de vivo color naranja.

 

Dos zancudas grullas, que al principio le habían parecido figuras ornamentales, le miraron al pasar. Una de ellas agachó fugazmente la cabeza y cuando la volvió a levantar tenía una enorme rana colgando del pico. Intentó tragársela, haciendo una serie de gestos de deglución, pero la rana pataleaba y se agitaba frenéticamente en el aire.

 

—Vamos —dijo la se?ora Higgler—, no te hagas el remolón. Te parecerá poco haberte perdido el funeral de tu padre.

 

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