Los Hijos de Anansi

—Pues... —respondió Gordo Charlie, y por su mente desfilaron un montón de recuerdos humillantes que le provocaron una sucesión de calambres en los dedos de los pies. Se decidió a contarle uno de ellos—: Pues verás, cuando me cambié de colegio, siendo todavía un crío, mi padre me contó lo mucho que le gustaba el Día del Presidente cuando era ni?o, porque existe una ley según la cual, ese día, a los ni?os que van a la escuela disfrazados de su presidente favorito les premian con una enorme bolsa llena de chucherías.

 

—Una bonita ley —dijo Rosie—, ya me gustaría a mí que existiera una parecida en Inglaterra.

 

Rosie no había salido nunca del Reino Unido, sin contar un viaje organizado a una isla situada, creía ella recordar, en algún lugar del Mediterráneo. Tenía los ojos casta?os, de mirada tierna, y buen corazón, aunque la geografía no era precisamente su punto fuerte.

 

—No es una bonita ley —replicó Gordo Charlie—, no es una ley, de hecho. Se lo inventó todo. Es más, ese día es festivo en casi todos los estados, pero ni siquiera en los que no lo es existe la tradición de ir disfrazado como tu presidente favorito. No hay ninguna ley del Congreso sobre premiar con una bolsa de golosinas a los ni?os que se disfracen, ni determina en ningún sentido tu futura popularidad en la escuela o en el instituto el presidente que escojas; casi todos optaban por los más obvios, Lincoln, Washington o Jefferson, pero los que tenían más posibilidades de aumentar su popularidad eran los que elegían a John Quincy Adams, Warren Gamaliel Harding u otros por el estilo. Y trae mala suerte hablar de ello antes del Día del Presidente. Quiero decir, no es así, pero él decía que sí.

 

—?Se disfrazaban los ni?os y las ni?as?

 

—Sí, sí. Ni?os y ni?as. Así que la semana anterior al Día del Presidente me la pasé leyendo todo lo que pude encontrar sobre los presidentes de Estados Unidos en la World Book Encyclopedia, tratando de averiguar cuál era el mejor.

 

—?Y en ningún momento se te pasó por la cabeza que te estaba tomando el pelo?

 

Gordo Charlie negó con la cabeza.

 

—Cuando mi padre empieza a liarte, ni siquiera te lo planteas. Es el mentiroso más hábil que te puedas imaginar. Es muy convincente.

 

Rosie bebió un sorbo de chardonnay.

 

—?Y al final de quién te disfrazaste para ir a la escuela?

 

—Taft. Vigésimo séptimo presidente de Estados Unidos. Me puse un traje marrón que mi padre había encontrado por ahí, con el pantalón remangado y un almohadón a modo de barriga. Me pintaron un bigote. Aquel día fue mi padre quien me llevó a la escuela. Yo entré de lo más orgulloso. Los demás ni?os empezaron a gritar y a se?alarme con el dedo, y en un momento dado me escondí en una de las cabinas del lavabo de chicos y me eché a llorar. No me dejaron volver a casa a cambiarme. Tuve que pasarme todo el día con aquella pinta. Fue un infierno.

 

—Deberías haberte inventado algo —dijo Rosie—, que tenías una fiesta de disfraces a la salida o algo por el estilo. O, simplemente, podías haberles contado la verdad.

 

—Ya, claro —replicó Gordo Charlie en tono elocuente y pesaroso, recordando el suceso.

 

—?Qué dijo tu padre cuando volviste a casa?

 

—Oh, se murió de risa. Primero se rió un poco, luego más fuerte y al final estalló en carcajadas. Y finalmente me dijo que ?a lo mejor ya no hacen eso en el Día del Presidente. Venga, ?por qué no nos vamos a la playa a buscar sirenas??.

 

—?Buscar... sirenas?

 

—Nos íbamos a la playa y nos poníamos a pascar por la orilla, y él se ponía a hacer el ridículo como jamás ninguna otra persona sobre la faz de la Tierra ha sido capaz de hacerlo... Se dedicaba a cantar y a bailar arrastrando los pies sobre la arena mientras decía cosas a la gente, personas a las que ni siquiera conocía, a las que no había visto en su vida, y yo lo odiaba, pero él me decía que había sirenas en las aguas del Atlántico, y que si era lo bastante rápido y miraba con atención, podría ver alguna. ?Allí —me decía—, ?la has visto? Era grande y pelirroja, con la cola verde.? Y yo miraba y miraba, pero nunca la veía.

 

Sacudió la cabeza. Luego, cogió un pu?ado de frutos secos del cuenco que estaba sobre la mesa y los fue tirando al aire uno a uno para atraparlos con la boca, masticándolos como si cada uno de ellos fuera una humillación de veinte a?os que jamás podría olvidar.

 

—Bueno —dijo Rosie en tono jovial—, a mí me parece un tipo encantador, ?todo un personaje! Tenemos que encontrarle para que venga a la boda. Será el alma de la fiesta.

 

Neil Gaiman's books