Fuera de la ley

—?Corta el rollo, Patricia! —le recriminó mi madre—. Sabes de sobra que el seguro lo cubrirá todo. —A continuación, se giró hacia Minias y le dijo, coqueta—: Eres muy atractivo para ser un demonio.

 

Minias parpadeó y yo suspiré al ver la sonrisa fingida y la reverencia que hicieron que mi madre se riera como una adolescente. Las voces de la gente se desplazaron y, cuando miré hacia la calle y hacia el sonido de las patrullas, alguien me hizo una foto con su teléfono móvil. Ooh, lo que me faltaba.

 

Entonces me pasé la lengua por los labios y me giré hacia Minias.

 

—Demonio, te exijo que te marches… —comencé.

 

—Rachel Mariana Morgan —me interrumpió Minias acercándose tanto al borde de la barrera que el humo empezó a hacer volutas cuando su túnica lo tocó—. Estás en peligro.

 

—Dinos algo que no sepamos, alfombra de musgo —murmuró Jenks desde mi hombro.

 

—?Que estoy en peligro? —dije en tono malicioso sintiéndome mejor ahora que el demonio estaba en un círculo—. ?No me digas? ?Por qué Al no está en prisión? ?Me dijiste que estaba detenido! ?Me ha atacado! —grité se?alando con el dedo la tienda arrasada—. ?Ha roto nuestro pacto! ?Qué piensas hacer al respecto?

 

El párpado de Minias empezó a temblar y un desagradable ruido áspero reveló que estaba rascando el suelo con sus pantuflas.

 

—Alguien lo está invocando y sacándolo de su reclusión. Por tu propio bien, deberías ayudarnos.

 

—Rache —se quejó Jenks—, hace frío, y la SI está a punto de llegar. Des-hazte de él antes de que nos tengan rellenando formularios hasta que el sol se convierta en una nova.

 

Yo empecé a mecerme sobre mis tacones. Oh, sí. ?De verdad creía que iba a ayudar a un demonio? Mi reputación ya era lo suficientemente mala.

 

Cuando vio que estaba a punto de hacerlo desaparecer, Minias sacudió la cabeza.

 

—Sin tu ayuda no podemos contenerlo. Te matará, y cuando ya no haya nadie que pueda plantarle cara, se saldrá con la suya.

 

La seguridad que percibí en su voz hizo que un escalofrío me recorriera todo el cuerpo. Preocupada, miré a la gente que se arremolinaba en el escaparate y luego eché un vistazo a la tienda. No quedaba mucho en pie. En el exterior, el tráfico había empezado a moverse cuando las luces de color azul y ámbar de un coche de la SI empezaron a desplazarse por las fachadas de los edificios. Entonces mi mirada recayó sobre mi madre y me sentí avergonzada. Nor-malmente conseguía mantenerla al margen de los aspectos más letales de mi trabajo, pero esta vez…

 

—Será mejor que escuches lo que tiene que decirte —dijo ella, dejándome alucinada. A continuación se alejó taconeando con elegancia con la intención de interceptar a la dependienta, que en ese momento corría hacia la calle.

 

Un desagradable presentimiento hizo que sintiera un nudo en el estómago. Si Al había dejado de seguir las reglas, me mataría. Probablemente, después de obligarme a presenciar la muerte de todos los que amaba. Era así de simple. Había pasado los primeros veinticinco a?os de mi vida viviendo de mi instinto y, a pesar de que me había ayudado a salir de muchos líos, también me había metido en otros tantos. Y había contribuido a la muerte de mi novio. De manera que, a pesar de que todas las fibras de mi cuerpo me decían que debía hacerlo desaparecer, respiré hondo, hice caso del consejo de mi madre y dije:

 

—De acuerdo, habla.

 

Minias fijó su atención en mi madre. Una capa de siempre jamás cayó como una cascada sobre él, transformando su solemne toga amarilla en unos vaque-ros gastados, un cinturón de cuero, un par de botas y una camisa roja de seda. Era la ropa favorita de Kisten, y probablemente Minias la había cogido de mis pensamientos como quien coge una galleta de un bote. Maldito demonio cabrón.

 

Kisten. El recuerdo de su cuerpo apuntalado sobre su cama regresó a mi mente como un fogonazo. Sabía que había intentado salvarlo. O tal vez fue él el que intentó salvarme a mí. Sencillamente no lo recordaba, y un sentimiento de culpa se deslizó a través de mi alma. Le había fallado, y Minias se estaba aprovechando de ello. Qué hijo de puta.

 

—Déjame salir —dijo Minias en tono burlón, como si supiera que me estaba haciendo da?o—. Entonces hablaremos.

 

Sentí un dolor punzante y fantasmal en el brazo derecho y me lo agarré, recordando.

 

—Es probable que lo haga —dije amargamente. La dependienta se zafó de mi madre de un tirón y se puso a chillar de tal manera que me hizo da?o en los oídos.

 

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