Fuera de la ley

—?Mierda! —dije entre dientes. No era Minias. Era Al.

 

Presa del pánico, busqué a mi madre con la mirada. Seguía allí de pie, junto a su amiga, con su limpio y planchado traje de color marrón, su peinado impecable, y la piel alrededor de sus ojos que empezaba a mostrar algunas débiles arrugas. No tenía ni idea de lo que estaba pasando.

 

—Mamá —le susurré gesticulando desesperadamente mientras ponía espacio entre nosotras—. Meteos en un círculo. ?Las dos!

 

Sin embargo, ambas se quedaron mirándome sin pesta?ear. ?Mierda! Ni siquiera yo misma lo entendía. Tenía que ser una broma. Una broma perversa y retorcida.

 

Mis ojos se dirigieron al rápido repiqueteo de las alas de Jenks, que se había acercado y revoloteaba por encima de mi cabeza.

 

—Es Al, Rache —susurró el pixie—. ?No dijiste que estaba en prisión?

 

—?Rachel Mariana Moooorgaaaaan! —canturreó el demonio mientras yo me quedaba paralizada al oír el golpeteo de sus botas, que se acercaban desde un alto expositor lleno de libros de hechizos.

 

—?Maldito pixie! ?No eres más que un estúpido pedazo de musgo! —se reprochó a sí mismo Jenks—. Hace demasiado frío para sacar mi espada —dijo con una especie de falsete burlón—. ?Se me va a congelar el culo! Se suponía que tenía que ser un simple día de compras, no una misión. —En ese momento el tono de su voz cambió, volviéndose furioso—: ?Por el amor de Campanilla, Rachel! ?No eres capaz de salir de tiendas con tu madre sin invocar a los de-monios?

 

—?No lo he llamado yo! —protesté sintiendo que las palmas de mis manos se empapaban de sudor.

 

—?Ah, no? Pues el caso es que ha venido —dijo el pixie. Yo tragué saliva cuando el demonio se asomó desde detrás del expositor. Sabía exactamente dónde me encontraba.

 

Al sonreía con una profunda y sarcástica rabia mientras sus ojos rojos, con aquellas pupilas horizontales y rasgadas como las de una cabra, me miraban a través de un par de gafas redondas con cristales ahumados. Iba vestido con su habitual levita verde de terciopelo arrugado con chorreras, y era la personificación de la elegancia de la vieja Europa, la imagen de un joven lord rozando la grandeza. Sus aristocráticos rasgos, finamente cincelados, incluidas su poderosa nariz y su prominente barbilla, estaban crispados, y mostraban unos afilados dientes preparados para hacer mucho da?o.

 

Yo seguí caminando hacia atrás y él salió desde detrás del expositor.

 

—?Vaya, vaya! ?Qué feliz coincidencia! —dijo complacido—. Dos Morgan por el precio de una.

 

?Oh, Dios! ?Mi madre! El terror me sacó de golpe de mi estado de shock.

 

—?No puedes tocarme! ?Ni a mí ni a mi familia! —dije mientras intentaba sacar la tiza magnética de su envoltorio de celofán. Si conseguía hacer un círculo, tal vez podría retenerlo—. ?Lo prometiste!

 

El repiqueteo de sus botas se detuvo cuando adoptó una de sus regias poses para presumir de su elegancia. Mis ojos calcularon la distancia que nos separaba. Unos dos metros y medio. La cosa no pintaba bien. Pero si me estaba mirando, eso quería decir que estaba ignorando a mi madre.

 

—Sí, ?verdad? —dijo. En ese momento dirigió la mirada hacia el techo y mis hombros se relajaron.

 

—?Rache! —aulló Jenks.

 

Al arremetió contra mí. Presa del pánico, di marcha atrás. El miedo me in-vadió cuando alcanzó mi garganta. Agarré sus dedos con fuerza y le clavé las u?as mientras él me cogía en volandas. Su esculpido rostro mostró una mueca de dolor, pero solo tensó los dedos. Las sienes me latían y empecé a sentir que me fallaban las fuerzas mientras rezaba para que quisiera regodearse un poco antes de arrastrarme de nuevo hasta siempre jamás para, con un poco de suerte, matarme.

 

—?No puedes hacerme da?o! —chillé dudando de si los destellos que veía en uno de los extremos de mi campo visual se debían a la falta de oxígeno o si, en realidad, se trataba de Jenks. Estoy muerta. Estoy muerta sin remisión.

 

Al emitió un suave gru?ido de satisfacción, un largo y profundo murmullo de complacencia. Sin apenas esforzarse, me acercó hacia él hasta que nuestras respiraciones se mezclaron. Sus ojos, detrás de sus gafas, eran rojos, y el aroma a ámbar quemado recorrió mi interior de arriba abajo.

 

Kim Harrison's books