Fuera de la ley

Yo me quedé mirándolo, y él me lanzó un sonrisita mientras volaba hacia atrás, en dirección a un estante de semillas. A pesar de medir poco más de diez centímetros, resultaba muy atractivo con sus botas de suela blanda y su bufanda roja alrededor del cuello, que le había tejido su esposa Matalina. La primavera anterior había usado una maldición demoníaca para darle un tama?o humano, y el recuerdo de su cuerpo atlético de dieciocho a?os, de su cintura estilizada y de sus amplios y musculosos hombros reforzados por sus alas de libélula seguían muy presentes en mi memoria. Era un pixie casado, pero la belleza está para admirarla.

 

Jenks pasó volando como una flecha por encima de mi cesta y dejó caer un paquete de semillas de helecho, para las doloridas alas de Matalina, que aterrizó con un golpe en su interior. En ese momento avistó el aumentador de pecho y su expresión se volvió absolutamente diabólica.

 

—Hablando de golfería… —empezó.

 

—Estar bien dotada no es lo mismo que ser una golfa, Jenks —dije—. Ya va siendo hora de que crezcas un poco. Es para el disfraz.

 

—?De verdad crees que eso serviría de algo? —Su sonrisa burlona me sacó de quicio, tenía los brazos en jarras con su mejor pose al estilo Peter Pan—. Te harían falta dos o tres de esos solo para que se notaran un poco. Parecen dos huevos fritos.

 

—?Cierra la boca!

 

Desde el otro extremo de la tienda se oyó a mi madre que, ajena a la con-versación, gritaba:

 

—Negro azabache, ?verdad?

 

Yo me giré y vi como su pelo cambiaba de color conforme tocaba los amule-tos invocados de muestra. Tenía el pelo exactamente igual al mío. O casi. Yo lo llevaba largo, con una melena salvaje y crespa que me llegaba por debajo de los hombros, a diferencia de ella, que lo llevaba muy corto para intentar domarlo. Pero teníamos el mismo color verde de ojos, y yo gozaba de su misma habilidad con la magia terrenal, que había complementado y dado un cariz profesional en una de las facultades de la ciudad. En realidad sus conocimientos eran mayores que los míos, pero no tenía demasiadas oportunidades para usarlos. Halloween siempre le había servido de excusa para presumir de sus considerables habilida-des con la magia terrenal delante de las madres del vecindario, como modesta venganza, y creo que agradecía que este a?o le hubiera pedido ayuda. Durante los últimos meses se la veía muy bien, y no podía dejar de preguntarme si la mejoría en su estado de ánimo se debía al hecho de que pasáramos más tiempo juntas o si, simplemente, me parecía más estable porque había dejado de visitarla solo cuando tenía problemas.

 

En ese momento me asaltó un sentimiento de culpa y, tras lanzar una mirada desafiante a Jenks, que cantaba una canción sobre mujeres de grandes pechos atándose los zapatos, zigzagueé por entre los expositores de hierbas y los estantes de encantos deportivos ya preparados, todos ellos con una pegatina identificativa con el nombre del autor. Los hechizos caseros seguían siendo una industria artesanal, a pesar del alto nivel de tecnología disponible para resolver los inconvenientes del día a día, pero estaba sometida a controles exhaustivos y debía llevar las licencias pertinentes. Lo más probable es que la propietaria de la tienda solo hubiera elaborado un peque?o número de los que tenían a la venta.

 

Siguiendo las indicaciones de mi madre, fui cogiendo uno a uno todos los amuletos de muestra para que pudiera evaluar cómo me quedaban. La dependienta, mientras tanto, exclamaba ?Ooh? y ?Aah?, intentando forzarnos a tomar una decisión. Sin embargo, hacía a?os que mi madre no me ayudaba con mi disfraz, y teníamos previsto pasar toda la tarde en ello, para luego tomar un café y un postre en alguna cafetería cara. No es que ignorase a mi madre, pero mi agitada vida solía interferir en nuestra relación. Y mucho. Llevaba tres meses intentando esforzarme por pasar más tiempo con ella, tratando de ignorar mis propios fantasmas y esperando que ella no fuera tan… frágil, y hacía tiempo que no la veía tan bien. Aquella idea me terminó de convencer de lo mala hija que era.

 

No tuvimos muchos problemas en dar con el color adecuado, y yo asentí con la cabeza cuando mis rizos pelirrojos se volvieron de un negro tan intenso que adquirieron un tono azulado muy similar al de las pistolas. Satisfecha, metí en la cesta un amuleto sin invocar empaquetado para ocultar el aumentador de pecho.

 

—En casa tengo un hechizo que te vendría genial para alisarte el pelo —co-mentó mi madre alegremente, y yo me giré hacia ella sorprendida. Cuando estaba en cuarto averigüé que los hechizos que se podían comprar en las tiendas no servían para domar mis rizos. ?Por qué demonios conservaba todavía aquellos hechizos especialmente complicados? Hacía a?os que no me alisaba el pelo.

 

En ese momento sonó el teléfono de la tienda y, cuando la dependienta se disculpó, mi madre se me acercó sigilosamente y, con una sonrisa, me acarició la trenza que me habían hecho los hijos de Jenks aquella misma ma?ana.

 

—Me pasé toda tu época del instituto perfeccionando ese hechizo —dijo—. ?De verdad crees que voy a renunciar a ponerlo en práctica?

 

Sin poder evitar la preocupación, eché un vistazo a la mujer que estaba al teléfono, la que era evidente que conocía a mi madre.

 

—?Pero mamá! —le recriminé en voz baja—. ?No puedes vender ese tipo de hechizos! ?No tienes licencia!

 

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