Fuera de la ley

—No sé por qué —dijo Tom suavemente con tono amenazante—, pero intuyo que tu amigo Minias no aparecerá en los archivos. En ninguno de ellos. ?Será porque se trata de un demonio?

 

Mis pensamientos se arremolinaban, sobre todo cuando vi que Minias se relajaba detrás de mí.

 

—Estoy seguro de que el se?or Bansen comprobará que mi documentación está en regla —dijo, y yo me estremecí al tiempo que un escalofrío recorría, provocado por la corriente que levantaban las alas de Jenks, todo mi cuerpo.

 

—?Joder! Minias huele a brujo —susurró el pixie.

 

Yo aspiré profundamente y mis hombros se relajaron al descubrir que, efectivamente, no desprendía el característico olor a ámbar quemado que im-pregnaba a todos los demonios. Me giré hacia él, sorprendida, y el demonio se encogió de hombros girando su mano. La seguía teniendo cerrada y mis labios se separaron cuando me di cuenta de que no la había abierto desde el momento en que mi madre se la había cogido.

 

Con los ojos muy abiertos, me giré hacia mi madre y descubrí que estaba sonriendo. ?Le había dado un amuleto! Mi madre estaba como una cabra, pero una cabra muy astuta.

 

—?Podemos irnos? —pregunté, a sabiendas de que Tom también intentaba olisquearlo.

 

Tom entrecerró los ojos. Luego me cogió del codo y me apartó de Minias.

 

—Sé muy bien que se trata de un demonio.

 

—Demuéstralo. Además, como tú mismo me dijiste una vez, invocar demo-nios no es ilegal.

 

Su rostro se enfureció.

 

—Tal vez no, pero estás obligada a responsabilizarte de los da?os que puedan ocasionar.

 

A Jenks se le escapó un gemido y yo sentí que mi cara se agarrotaba.

 

—?Ella me ha destruido la tienda! —aulló la mujer—. ?Quién me va a pagar todo esto? ?Quién?

 

Un agente de la SI se acercó con la documentación de Minias y, mientras Tom alzaba un dedo para indicarme que debía esperar, escuchó lo que tenía que decirle. Mi madre se colocó junto a mí y la gente del exterior se quejó cuando un oficial empezó a empujarles para que se dispersaran. Tom frunció el entre-cejo cuando el hombre se marchó y, animada por su expresión malhumorada, sonreí con malicia. Iba a salir de allí. Lo sabía.

 

—Se?orita Morgan —dijo retirando su varita—. Tengo que dejarla marchar…

 

—?Y qué pasa con mi tienda? —aulló la mujer.

 

—?Basta ya, Patricia! —dijo mi madre, y Tom hizo una mueca de asco como si se hubiera tragado una ara?a.

 

—Siempre que admita que los demonios estuvieron aquí por culpa suya —a?adió—, y que acepte hacerse cargo de los desperfectos —concluyó devol-viendo a Minias su documento.

 

—?Pero no ha sido mi culpa! —protesté pasando la vista por las estanterías rotas y los amuletos desperdigados por el suelo mientras trataba de evaluar a cuánto ascenderían los costes—. ?Por qué tengo que pagar porque alguien los mandó para que me atacaran? ?Yo no los invoqué!

 

Tom sonrió y mi madre me apretó ligeramente el codo.

 

—Si lo desea, estaremos encantados de que nos acompa?e a la central de la SI para rellenar un formulario de contrademanda.

 

Qué amable.

 

—Está bien. Me haré cargo de los desperfectos. —Demasiado para los fondos para el aparato de aire acondicionado—. Venga —dije estirando el brazo para agarrar a Minias—, salgamos de aquí.

 

Mi mano lo atravesó justo por la mitad. Me quedé helada, pero pensé que nadie más lo había notado. Entonces miré su cara airada y le indiqué con un gesto agrio que pasara delante de mí.

 

—Usted primero —dije. A continuación vacilé. No podía hacer aquello en la cafetería que estaba a dos manzanas de allí. No con la SI merodeando por allí como un montón de hadas alrededor de un nido de gorriones—. Tengo el coche un poco más abajo. Es el descapotable rojo, y tú te sentarás en el asiento de atrás.

 

Minias alzó las cejas.

 

—Como tú digas… —murmuró poniéndose en marcha.

 

Con expresión de orgullo y satisfacción, mi madre me arrebató las compras y me agarró del brazo. Como por arte de magia, el gentío se apartó para mos-trarnos la puerta.

 

—?Estás bien, Jenks? —le pregunté cuando sentí en mi rostro el frío aire de la noche.

 

—Tú llévame al coche —dijo.

 

Con mucho cuidado, le di una vuelta más a la bufanda para que pudiera acurrucarse.

 

Un café con mamá y con un demonio. Oh, sí. Qué gran idea.

 

 

 

 

 

2.

 

 

En el interior de la cafetería se estaba bastante calentito y toda ella olía a bollería recién hecha y a alubias cociéndose. Yo me aflojé la bufanda y Jenks se fue al hombro de mi madre. No obstante, preferí no quitármela, porque no sabía con certeza si Al me había dejado el cuello lleno de marcas. De lo que sí estaba segura es de que dolía horrores. ?Al está libre? ?Cómo voy a resolver esto?

 

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