Bruja blanca, magia negra

—?Que les den! —dije entre dientes, recolocándome el asa del bolso.

 

Estaba tan furiosa que Ford tuvo que apartarse de mí, molesto por mis emociones negativas. Yo no era una bruja negra. Tenía que reconocer que tenía el aura cubierta de mancha demoníaca y, sí, el a?o anterior me habían grabado mientras un demonio me arrastraba por el pelo en plena calle. Probablemente, tampoco ayudaba mucho que el mundo entero supiera que había invocado a uno en una de las salas de la SI para que testificara en contra de Piscary, el vampiro más poderoso de Cincinnati y antiguo maestro de mi compa?era de piso. Pero, aun así, era una bruja blanca. ?O no?

 

Desanimada, me quedé mirando los opacos paneles plateados del ascensor del hospital. A mi lado, Ford se había convertido en una oscura imagen desdibujada, con la cabeza gacha, mientras yo estaba que echaba humo. Aunque yo no era un demonio que se vería arrastrado a siempre jamás cuando saliera el sol, mis hijos sí lo serían, gracias a la manipulación genética del fallecido se?or Kalamack padre. Sin saberlo, había roto las modificaciones realizadas por los elfos en el genoma de los demonios hacía miles de a?os, con lo que había conseguido que solo sobrevivieran los descendientes de los que habían sido atrofiados mágicamente. Los elfos denominaron a esta nueva especie ?brujos?, contándonos un montón de mentiras y convenciéndonos para que tomáramos parte en su guerra y lucháramos contra los demonios. Cuando averiguamos la verdad, abandonamos tanto a los elfos como a los demonios y, tras emigrar de siempre jamás, nos esforzamos al máximo para olvidar nuestros orígenes. Y lo habíamos hecho de forma admirable, hasta el punto de que yo era la única bruja que conocía la verdad.

 

Ceri había llenado las lagunas del se?or Haston, mi profesor de historia de sexto, pues había sido el familiar de un demonio antes de que yo la rescatara. Había leído al respecto cuando no estaba modificando maldiciones o preparando orgías.

 

Nadie conocía la verdad excepto mis socios y yo. Y Al, el demonio con el que tenía una cita para recibir clases todos los sábados. Y Newt, la diablesa más poderosa de siempre jamás. También estaba Dali, el agente de la condicional de Al. Y no había que olvidar a Trent y a quienquiera que se lo hubiera contado, aunque lo más probable es que no se lo hubiera dicho a nadie, teniendo en cuenta que su padre había cometido una estupidez al romper la modificación genética. No me extra?aba que se hubieran cargado a todos los genetistas durante la Revelación. Por desgracia, se olvidaron del padre de Trent.

 

Ford agitó los pies y luego, con expresión avergonzada, sacó un frasco negro de metal de uno de los bolsillos de su abrigo, le quitó la tapa, inclinó la cabeza hacia atrás y bebió un trago.

 

Observé cómo se le movía la nuez y miré a sus ojos inquisitivamente.

 

—Es medicinal —se justificó y, mientras intentaba volver a guardarlo con torpeza, sus mejillas adquirieron un rubor de lo más tierno.

 

—Bueno, no sé si sabes que estamos en un hospital —respondí secamente, arrebatándoselo. Ford protestó, mientras yo lo olfateaba y, a continuación, me mojaba los labios. Entonces abrí mucho los ojos—. ?Vodka?

 

Con una expresión incluso más avergonzada, lo tapó y lo guardó. Entonces sonó el timbre del ascensor y las puertas se abrieron. Ante nosotros se extendía un pasillo, idéntico a los del resto del edificio, con su moqueta de pelo corto, sus paredes blancas y su pasamanos.

 

La preocupación por Glenn me invadió de nuevo, y salí disparada. Ford y yo nos chocamos al salir, y sentí un cierto malestar. Sabía que no le gustaba que le tocaran.

 

—?Te importa que me agarre a ti? —me preguntó, y eché un vistazo al bolsillo en el que se había guardado el frasco.

 

—Si no te apoyas demasiado… —respondí alargando el brazo, con cuidado de tocarlo solo por encima del abrigo.

 

—No estoy borracho —respondió con acritud, entrelazando su brazo con el mío en un modo que no mostraba ni el más mínimo atisbo de romance, sino más bien de desesperación—. Las emociones de este lugar son muy intensas, y el alcohol me ayuda a soportarlas. Estoy sobrecargado y prefiero sentir tus emociones que las de cualquier otro.

 

—?Oh! —exclamé, sintiéndome halagada. Eché a andar y pasé junto a dos celadores que empujaban un cesto de la ropa. Mi buen humor se desvaneció cuando oí a uno de ellos susurrar:

 

—?Deberíamos llamar a seguridad?

 

Ford se agarró con más fuerza y, cuando me giré para expresarles mi opinión, ambos salieron pitando como si hubieran visto al hombre del saco.

 

—Solo están asustados —explicó Ford, clavándome los dedos en el brazo.

 

Continuamos por el pasillo y me pregunté si podían echarme de allí a patadas. Los primeros síntomas del que acabaría siendo un intenso dolor de cabeza empezaron a manifestarse.