Temerario II - El Trono de Jade

—Treinta o más, y sin duda van cargados hasta la cofa con material de guerra —respondió Roland mientras se recogía el pelo en una apretada trenza—. ?Has visto mi casaca por ahí?

 

Fuera de la ventana, el cielo empezaba a te?irse de un azul más pálido; pronto las velas no serían necesarias. Laurence encontró la casaca de Roland y le ayudó a ponérsela, mientras parte de su cabeza se dedicaba a calcular qué fuerza tendrían aquellos buques mercantes, qué proporción de la flota habrían asignado para ir en su persecución y cuántos barcos conseguirían eludirla y llegar a puerto seguro: los ca?ones de Le Havre eran terribles. Las condiciones eran favorables para la huida si el viento no había cambiado desde ayer. Treinta barcos cargados de hierro, cobre, mercurio, pólvora… Después de Trafalgar, Bonaparte tal vez ya no era un peligro por mar, pero en tierra seguía siendo el amo de Europa, y un botín como aquél podía satisfacer sus necesidades de materia prima durante varios meses.

 

—Dame la capa, ?quieres? —le pidió Roland, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos. Los voluminosos pliegues de la capa ocultaban su traje de hombre y la capucha le tapaba la cabeza—. Con esto servirá.

 

—Espera un momento. Voy contigo —dijo Laurence, poniéndose su propia casaca a toda prisa—. Creo que puedo seros de ayuda. Si Berkley anda corto de tripulación con Maximus, puedo atarme una correa y ayudar por lo menos a derribar a los atacantes que intenten abordarlo. Deja el equipaje y avisa a la doncella. Haremos que envíen el resto de tus cosas a mi pensión.

 

Recorrieron las calles, que en su mayor parte aún estaban vacías. Los hombres que se dedicaban a recoger excrementos humanos para abono hacían traquetear sus fétidos carromatos, los peones de día empezaban sus rondas para buscar trabajo, las criadas iban al mercado con sus ruidosos zuecos, y el aliento de las cabezas de ganado dibujaba blancas nubecillas de vaho en el aire. Durante la noche había caído una niebla pegajosa y gélida que se clavaba en la piel como agujas de hielo. Al menos, al no haber tanta muchedumbre, Roland no tenía que prestar demasiada atención a su abrigo, lo que significaba que podían avanzar casi a la carrera.

 

La base de Londres estaba no muy lejos de las oficinas del Almirantazgo, en la orilla derecha del Támesis. Pese a su situación en un lugar tan estratégico, los árboles que la rodeaban estaban viejos y deteriorados: era donde moraban aquellos que no tenían medios para vivir más lejos de los dragones. Incluso había algunas casas abandonadas, salvo por unos cuantos ni?os flacuchos que se asomaron con ojos suspicaces al oír pasar a extra?os. Por los canalones de las calles corría un río de desperdicios líquidos. Las botas de Laurence y Roland rompieron la delgada capa de hielo que cubría su superficie, y el hedor de la porquería los persiguió. Las calles estaban realmente desiertas en esta zona, pero aun así un pesado carretón les salió al paso de entre la niebla, como si tuviera la perversa intención de arrollarlos. Roland tiró del brazo de Laurence y le hizo subir a la acera justo a tiempo de evitar que quedara atrapado bajo las ruedas. El conductor ni siquiera se molestó en frenar su bamboleante avance y desapareció tras la siguiente esquina sin pedir disculpas.

 

Laurence bajó la vista y contempló desolado sus mejores pantalones, llenos de porquería y salpicaduras negras.

 

—No importa —le consoló Roland—. En el aire nadie se va a fijar, y a lo mejor el viento arranca la suciedad.

 

Laurence no se sentía tan optimista, pero ahora mismo no podían hacer nada, así que reanudaron su apresurada caminata.

 

Las puertas de la base destacaban brillantes sobre el fondo de las calles sórdidas y un cielo matinal no menos deprimente. Eran de hierro forjado, estaban recién pintadas de negro y tenían candados de bronce pulido. Les sorprendió ver allí a dos jóvenes infantes de marina de uniforme rojo que haraganeaban con los mosquetes apoyados en la pared. El centinela que montaba guardia en la puerta se tocó el sombrero para saludar a Roland cuando les dejó pasar, mientras que los infantes la miraron entrecerrando los ojos con cierta perplejidad: la capa había resbalado por sus hombros, descubriendo tanto los triples galones dorados como sus atributos, que no eran en absoluto despreciables.

 

Con el ce?o fruncido, Laurence se interpuso en su línea de visión para bloquearles el panorama.

 

—Gracias, Patson. ?Y el correo de Dover? —preguntó al guardia tan pronto como entraron.