Temerario II - El Trono de Jade

—Basta, Laurence. Refrene su lengua. Barham, ya no sirve de nada retenerle aquí. Salga, Laurence. Por el momento, eso es todo.

 

Llevado por el viejo hábito de la disciplina, Laurence salió de la estancia. La intervención de Powys probablemente le había salvado de un arresto por insubordinación, pero Laurence se fue sin ninguna sensación de gratitud: mil palabras se agolpaban en su garganta, y cuando la puerta se cerró tras él con un pesado vaivén, aún se volvió hacia ella. Los marinos apostados a ambos lados le estaban mirando con descarada curiosidad, como si se tratara de un bicho raro exhibido para entretenerles. Bajo sus miradas directas e inquisidoras, Laurence consiguió dominar un poco su temperamento y se alejó de allí antes de traicionarse aún más.

 

La gruesa madera de las puertas se tragó las palabras de Barham, pero el runrún inarticulado de su voz, aún exaltada, persiguió a Laurence por el corredor. Se sentía ebrio de ira, respiraba en alientos entrecortados y abruptos y tenía la visión nublada; no por las lágrimas, no podían ser lágrimas, a no ser que fuesen de ira. La antesala del Almirantazgo estaba plagada de oficiales de la Armada, empleados, funcionarios políticos e incluso un aviador vestido con una casaca verde y cargado de despachos que caminaba a toda prisa. Laurence llegó hasta las puertas abriéndose paso con los hombros, ya que había tenido la precaución de enterrar las manos en los bolsillos de la chaqueta para que nadie pudiera ver cómo le temblaban.

 

Se sumergió de golpe en el estrepitoso barullo de Londres al atardecer. Whitehall estaba abarrotado de trabajadores que volvían a casa para cenar, y los conductores de las calesas y las sillas de mano gritaban ??Hagan paso!? para abrirse hueco entre la muchedumbre. Los sentimientos de Laurence eran tan caóticos como lo que le rodeaba, y recorrió la calle guiado tan sólo por el instinto. Tuvieron que llamarle tres veces hasta que reconoció su propio nombre.

 

Se dio la vuelta de mala gana; no tenía el menor deseo de verse obligado a devolver gestos ni cumplidos con antiguos colegas de la Armada. Pero, con cierto alivio, comprobó que no se trataba de algún conocido que no sabía nada del asunto, sino de la capitana Roland. Al verla allí se sintió sorprendido; muy sorprendido, de hecho, pues su dragón Excidium era jefe de escuadrilla en la base de Dover. No era fácil para ella quedar franca de servicio, y en cualquier caso no podía acudir abiertamente al Almirantazgo, pues se trataba de una mujer: la existencia de las mujeres oficiales se debía a que los Largarios insistían en que sus capitanas debían ser hembras humanas. Aquel secreto apenas era conocido fuera de las filas de los aviadores, y se guardaba celosamente para evitar la desaprobación pública. Al principio, al propio Laurence le había resultado difícil aceptar la idea, pero se había acostumbrado tanto que se le hacía muy raro ver a Roland sin uniforme: la capitana se había puesto una falda y una gruesa capa a guisa de camuflaje, pero no le quedaban nada bien.

 

—Llevo cinco minutos perdiendo el resuello detrás de ti —dijo Roland, tomándole del brazo en cuanto llegó a su lado—. Estaba dando una vuelta por ese edificio que más parece una cueva gigante mientras esperaba a que salieras, y entonces has pasado a mi lado tan deprisa que a duras penas he conseguido alcanzarte. Estas ropas son un pu?etero incordio, así que espero que tengas en cuenta las molestias que me estoy tomando por ti, Laurence. Bueno, no importa —a?adió en tono más dulce—. Puedo ver por tu cara que la cosa no ha ido bien. Vamos a cenar algo, y así me lo cuentas todo.

 

—Gracias, Jane. Me alegro de verte —dijo Laurence, y se dejó llevar hacia la posada donde se alojaba ella, aunque estaba convencido de que no iba a tragar bocado—. ?Cómo es que estás aquí, por cierto? ?No le habrá pasado algo malo a Excidium?…

 

—Como no sea una indigestión, no creo que le pase nada —respondió ella—. No, lo que ocurre es que Lily y la capitana Harcourt están dando un resultado magnífico, así que Lenton les ha asignado una patrulla doble y me ha concedido unos días libres. Excidium se lo ha tomado como excusa para zamparse tres vacas gordas de una sentada, el muy tragón. Apenas abrió un párpado cuando le propuse que se quedara con Sanders, mi nuevo teniente primero, mientras yo venía a Londres a hacerte compa?ía. Así que me he agenciado un traje de calle y he venido con el correo. ?Demonios! Espera un momento, si no te importa —Roland se detuvo y empezó a dar patadas para desenredarse las faldas: eran demasiado largas y se las había pisado con los tacones.