Temerario I - El Dragón de Su Majestad

—De acuerdo —dijo, y permaneció a la expectativa.

 

Laurence se arrodilló con resolución, sin pensar en nada más que su inmediata tarea, y abrochó con torpeza las correas y hebillas, pasándolas con cuidado sobre el cuerpo liso y caliente, procurando no obstaculizar las alas.

 

La cincha más amplia recorría la parte central del cuerpo, justo detrás de las patas delanteras, y se abrochaba debajo del vientre. Estaba cosida transversalmente a dos gruesas correas que corrían por las ijadas del dragón y el fornido pecho. Luego, daba la vuelta por debajo de los cuartos traseros y por debajo de la cola. Sobre las correas habían enhebrado varias lazadas peque?as que se abrochaban alrededor de las piernas y la base del cuello y la cola para mantener fijo el arnés, y varias cintas más estrechas y finas lo sujetaban por el lomo.

 

El complejo ensamblaje requería bastante atención, algo que Laurence agradecía en grado sumo, ya que así podía sumergirse en esa tarea sin pensar en nada más. Mientras trabajaba, notó lo sorprendentemente finas que eran las escamas al tacto; había supuesto que los bordes metálicos cortarían.

 

—Se?or Rabson, tenga la bondad de traerme un poco más de lona para envolver esas hebillas —dijo sin volverse.

 

Todo terminó poco después. El arnés y las envolturas blancas de las hebillas recortadas contra el pulcro cuerpo oscuro no quedaban bien ni hacían juego, pero Temerario no se quejó ni siquiera de la cadena —hecha de forma apresurada—que iba del arnés a un poste y estiró el cuello con avidez hacia la tina repleta de humeante carne roja recién troceada que Laurence había ordenado traer.

 

El joven dragón no era un comensal ma?oso ni limpio. Arrancaba grandes trozos de carne a mordiscos y los tragaba enteros, desparramando sobre la cubierta sangre y pedacitos de carne; también pareció saborear con especial deleite los intestinos. Laurence permaneció bien lejos de aquella carnicería después de haberla observado de refilón durante unos breves momentos con una mezcla de náusea y admiración. La pregunta de Riley le trajo de nuevo a la realidad de la situación.

 

—?Ordeno que los hombres rompan filas, se?or?

 

Se volvió y miró a su teniente. Entonces, ante la mirada consternada de los guardiamarinas —ninguno de los cuales había despegado los labios ni se había movido desde la eclosión—, comprendió de pronto que aquello había sucedido hacía menos de media hora. El reloj de arena se había vaciado. Resultaba difícil de creer, y más aún asumir plenamente que ahora se había comprometido y, difícil o no, debía afrontarlo. Laurence supuso que debía renunciar a su rango hasta que llegaran a tierra; no existía normativa alguna que regulara una situación como aquélla. Pero si lo hacía, sin duda un nuevo capitán lo reemplazaría en cuanto llegaran a Madeira, y entonces Riley nunca conseguiría la promoción. Laurence no volvería a estar en posición de ayudarle.

 

—Se?or Riley, la situación es delicada, sin duda —dijo armándose de valor; no estaba dispuesto a arruinar la carrera de su alférez por cobardía—. Creo que, por el bien del barco, debo dejarle a cargo del mismo de inmediato. Voy a necesitar consagrar casi toda mi atención a Temerario y no la puedo repartir.

 

—?Vaya, se?or! —se lamentó Riley sin protestar; resultaba evidente que había pensado lo mismo.

 

No obstante, su pena era manifiestamente sincera. Había navegado con Laurence durante a?os y había ascendido de simple guardiamarina a teniente sirviendo a sus órdenes. No sólo eran amigos, también eran camaradas.

 

—No nos comportemos como pla?ideras, Tom —atajó Laurence en voz baja y de forma más informal mientras dirigía una mirada de aviso hacia donde Temerario se estaba atracando.

 

La inteligencia de un dragón resultaba un misterio para los hombres consagrados al estudio de esas criaturas, y él no tenía ni idea de lo que era capaz de oír y comprender, pero pensaba que sería mejor evitar el riesgo de ofenderle. Alzó la voz una octava más y agregó:

 

—Estoy seguro de que lo hará a la perfección, capitán.

 

Después de suspirar profundamente, se quitó las doradas charreteras. Las había sujetado con firmeza; no era rico cuando había sido nombrado capitán y aún recordaba aquellos días en que tenía que cambiarlas de una chaqueta a otra. Aunque tal vez no fuera del todo apropiado entregarle a Riley el símbolo del rango sin confirmación del Almirantazgo, Laurence sabía que era necesario remarcar el cambio de poder de manera visible. Deslizó la charretera izquierda en su bolsillo y fijó la derecha en el hombro de Riley. Aunque fuera capitán, sólo podría llevar una hasta que tuviera tres a?os de antigüedad. La piel blanca y pecosa de Riley se puso colorada, se sentía feliz ante esta inesperada promoción a pesar de las circunstancias. Parecía que deseaba decir algo y no encontraba las palabras.

 

Naomi Novik's books