Temerario I - El Dragón de Su Majestad

No conseguía reprimir del todo sus propios temores ahora que se aproximaba el momento crucial, aunque había hecho todo lo posible para no considerar las consecuencias desde una perspectiva egoísta. Un trocito de papel podría significar el hundimiento de su carrera, la perturbación de su vida, la desgracia a los ojos de su padre y, también, había que pensar en Edith Galman, pero no quedaría nadie si empezaba a excusar a sus hombres por algún vínculo en formación, en vez de por una atadura legal. En todo caso, no se imaginaba excluyéndose de esta selección por ningún motivo; no podía pedir a sus hombres que afrontaran aquello y excluirse él mismo.

 

Le tendió la bolsa al se?or Pollitt e hizo un esfuerzo para permanecer en posición de descanso sin parecer preocupado, sujetándose las manos detrás de la espalda sin apretar demasiado. El cirujano agitó la saca dos veces, introdujo la mano sin mirar y extrajo una hoja doblada. Laurence se avergonzó de la sensación de profundo alivio incluso antes de que se leyera el nombre, el pliego elegido estaba doblado una vez más que el suyo.

 

La emoción duró sólo un momento.

 

—Jonathan Carver —leyó Pollitt.

 

Se escuchó resoplar con estrépito a Fanshawe y el suspiro de Battersea, mientras Laurence inclinaba la cabeza sin dejar de maldecir a Fanshawe en silencio. Carver era un oficial muy prometedor y lo más probable es que fuera un negado en la Fuerza Aérea.

 

—Bueno, ahí está —dijo; no había nada que pudiera hacer—. Se?or Carver, queda relevado de sus deberes habituales hasta la eclosión. En vez de eso, se va a instruir con el se?or Pollitt sobre el proceso que se ha de seguir para enjaezar al dragón.

 

—Se?or, sí, se?or —respondió el muchacho con un hilo de voz.

 

—Caballeros, retírense. Se?or Fanshawe, deseo hablar con usted a solas. Se?or Riley, tome el mando en cubierta.

 

Riley rozó el sombrero y los demás desfilaron detrás de él. Fanshawe permaneció rígido y pálido, con las manos firmemente apretadas detrás de la espalda. Tragó saliva. La prominente nuez subía y bajaba de forma ostensible. Laurence le hizo esperar sudando hasta que su ayudante colocó en su sitio todos los muebles del camarote; luego se sentó y le contempló desde su puesto oficial, entronizado delante de los ventanales de popa.

 

—Bueno —dijo—, ahora me gustaría que me explicara a qué se refería exactamente cuando ha hecho ese comentario, se?or Fanshawe.

 

—Eh, no quise decir nada, se?or —contestó el interpelado—. Es lo que se dice sobre los aviadores, se?or…

 

Se le trabó la lengua y se detuvo ante el fulgor cada vez más agresivo de los ojos de Laurence.

 

—Me importa un bledo lo que digan, se?or Fanshawe —replicó con frialdad—. Los aviadores son el escudo de Inglaterra desde el aire, como la Armada lo es por mar. Podrá criticarlos cuando haya conseguido al menos la mitad de sus logros. Hará las guardias del se?or Carver y realizará tanto el trabajo de él como el suyo. Le retiro su ración de grog hasta nueva orden. Informe al oficial de intendencia. Puede retirarse.

 

A pesar de sus palabras, dio vueltas por el camarote después de la marcha de Fanshawe. Se había mostrado severo, y con toda razón, ya que era impropio hablar de esa forma de un compa?ero, y más aún insinuar que se le debería excluir a causa de su noble linaje, pero sin duda era un sacrificio, y le remordía profundamente la conciencia cada vez que pensaba en el aspecto del rostro de Carver. Se reprochó sus propios sentimientos de alivio; había condenado al muchacho a un destino que él mismo no deseaba afrontar.

 

Intentó consolarse con la idea de que aún existía la posibilidad de que el dragón rechazara a Carver, que carecía de adiestramiento, y rehusara el arnés. Entonces ya no habría reproche posible y podría repartir el botín con la conciencia tranquila. El dragón continuaría siendo de un valor incalculable para Inglaterra incluso aunque sólo pudiera emplearse en la cría, y habérselo arrebatado a Francia ya constituiría una victoria en sí misma. Personalmente, estaría más que satisfecho con aquella resolución, aunque el sentido del deber le obligaba a hacer cuanto estuviera en su mano para conseguir que ocurriera de otra forma.

 

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