Temerario I - El Dragón de Su Majestad

—Puede volver a su camarote —le dijo a Wells; luego, se volvió para bajar a la bodega—. Tom, ?me acompa?a? Perfecto.

 

Descendió con Riley pegado a los talones y encontró al primer teniente esperándole. El rostro orondo de Gibbs aún relucía por el sudor y la emoción. Sería él quien llevaría la presa a puerto y lo más probable es que asumiera también el cargo de capitán cuando la hubieran acondicionado para ser una fragata inglesa. Eso complacía sólo a medias a Laurence. Aunque Gibbs se había desenvuelto competentemente, era un oficial impuesto por el Almirantazgo y nunca habían llegado a intimar. Hubiera preferido a Riley en lugar del primer teniente y, si hubiera estado en su mano, sería Riley quien conseguiría ahora ese ascenso. Así era la naturaleza del servicio y no envidiaba la buena suerte de Gibbs pero, aun así, no se alegraba con el mismo entusiasmo que si hubiera visto a Tom conseguir su propio barco.

 

—Muy bien, ?qué ocurre aquí? —preguntó Laurence a continuación.

 

La marinería se api?aba alrededor de una mampara extra?amente orientada hacia el área de popa de la bodega, descuidando la tarea de catalogar los pertrechos de la nave apresada.

 

—Se?or —contestó Gibbs—, haga el favor de venir por aquí. Abrid paso ahí delante —ordenó.

 

Cuando se apartaron los marinos, Laurence vio una entrada situada en un tabique que habían levantado en la parte posterior de la bodega hacía poco tiempo, ya que la madera era notablemente más ligera que la de los tablones circundantes.

 

Después de agacharse para cruzar la puerta baja, se encontró en una peque?a cámara de apariencia extra?a. Habían reforzado las paredes con metal de verdad, lo cual había a?adido a la nave un peso enorme e innecesario, y habían acolchado el suelo con lonas viejas. Además, en un rincón, había una peque?a estufa de carbón apagada en aquel momento. El único objeto guardado en el interior de la cámara era un gran cajón de embalaje —que, a simple vista, tendría la altura y anchura de la cintura de un hombre—amarrado al suelo por medio de gruesas guindalezas sujetas a anillos metálicos.

 

Laurence no pudo reprimir la más vivida curiosidad, la cual le venció después de intentar resistirse durante un momento. Apretó el paso y dijo:

 

—Se?or Gibbs, creo que deberíamos echar un vistazo ahí dentro.

 

La tapa del cajón estaba concienzudamente asegurada con clavos, pero al fin cedió al empuje de varios voluntariosos marineros. La levantaron haciendo palanca y quitaron la parte superior del embalaje. Fueron muchos quienes estiraron el cuello al mismo tiempo para ver el contenido.

 

Nadie habló. Laurence contempló en silencio la centelleante curvatura de la cáscara del huevo que sobresalía del montón de paja. Resultaba difícil de creer.

 

—Haga llegar al se?or Pollitt la orden de que baje —ordenó al fin; la voz sonó sólo un poco tensa—. Se?or Riley, cerciórese de que esas cuerdas son lo bastante seguras, por favor.

 

Riley no contestó de inmediato, estaba demasiado atareado mirando. Luego, prestó atención de repente y respondió con premura:

 

—Sí, se?or.

 

A continuación se agachó para comprobar las sujeciones.

 

Laurence se acercó y bajó la vista para contemplar el huevo. No cabía duda alguna en cuanto a su naturaleza, aunque no era capaz de asegurarlo por su propia inexperiencia. Una vez pasada la sorpresa del primer momento, extendió la mano con vacilación y acarició la superficie con cautela; era lisa y dura al tacto. La retiró casi de inmediato para no arriesgarse a sufrir algún da?o.

 

El se?or Pollitt descendió a la bodega con su habitual torpeza, aferrando con ambas manos los laterales de la escalera, en los que dejó sus huellas impresas en sangre. No era marinero; se había hecho cirujano cuando frisaba los cuarenta después de sufrir alguna decepción en tierra que nunca había querido aclarar. No obstante, era un hombre magnífico, muy apreciado por la tripulación a pesar de que su mano no era la más firme en la mesa de operaciones.

 

—?Sí, se?or? —dijo. Entonces, vio el huevo—. ?Padre Nuestro que estás en los cielos!

 

—Entonces, ?es un huevo de dragón? —preguntó Laurence, esforzándose para refrenar una nota de triunfo en la voz.

 

—Oh, sí, sin duda, capitán. Sólo el tama?o ya lo demuestra. —El se?or Pollitt se secó las manos en el mandil y se puso a quitar más paja de la parte superior del cajón en un intento de ver cuánto medía—. Caramba, está bastante endurecido. ?En qué estarían pensando para estar tan lejos de tierra?

 

Las últimas palabras no parecían muy halagüe?as, por lo que Laurence preguntó con acritud:

 

—?Endurecido? ?Qué significa eso?

 

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