Temerario I - El Dragón de Su Majestad

—Pues que pronto va a salir del cascarón. Tendré que consultar mis libros para asegurarme, pero creo que el Bestiario de Badke establece con rotundidad que la cría romperá el cascarón en la semana siguiente a que éste se haya endurecido del todo. ?Qué espécimen tan espléndido! He de traer mi cinta métrica.

 

Se marchó con denodado afán. Laurence intercambió una mirada con Gibbs y Riley, y de inmediato los tres se reunieron lejos de los perseverantes espectadores para poder hablar sin ser oídos.

 

—?Dirían ustedes que estamos al menos a tres semanas de Madeira si soplan vientos favorables?

 

—Como mínimo, se?or —dijo Gibbs con un asentimiento.

 

—No logro imaginarme cómo vinieron aquí con él —repuso Riley—. ?Qué se propone hacer, se?or?

 

La satisfacción inicial de Laurence se iba convirtiendo poco a poco en consternación conforme comprendía la dificultad propia de la situación. Contempló el huevo con mirada ausente. Relucía con el acogedor lustre del mármol incluso a la tenue luz del farol.

 

—Que me zurzan si lo sé, Tom, pero supongo que voy a devolverle el sable al capitán francés. Después de todo, no me sorprende que luchara con tanto encono.

 

Pero sí sabía qué hacer, por supuesto; sólo había una posible solución, desagradable se mirara como se mirase. Laurence contempló con gesto pensativo cómo trasladaban el huevo, aún en el cajón, a bordo del Reliant; era el único hombre de semblante adusto, además de los oficiales franceses, a quienes había concedido libertad de movimiento en el alcázar, desde cuya barandilla contemplaban con desánimo el lento transbordo. Los marineros que los rodeaban esbozaban sonrisas de regodeo y reinaba un gran júbilo entre los tripulantes ociosos, que, de forma innecesaria, pedían precaución a gritos y daban consejos al sudoroso grupo de hombres que se ocupaba propiamente de la operación de traslado.

 

Laurence se despidió de Gibbs en cuanto el huevo estuvo instalado a salvo en la cubierta del Reliant.

 

—Le voy a confiar a los presos. No tiene sentido darles ninguna oportunidad de que intenten recuperar el huevo —dijo—. Naveguemos juntos mientras sea posible. No obstante, si nos separásemos, nos reuniremos en Madeira. Mis más sinceras felicitaciones, capitán —a?adió al tiempo que estrechaba la mano de Gibbs.

 

—Gracias, se?or. Soy del mismo parecer y le agradezco mucho…

 

En ese momento le falló a Gibbs la elocuencia, que, por otro lado, nunca tuvo en demasía. Desistió y sólo fue capaz de quedarse delante de Laurence con una gran sonrisa en los labios mientras todos le daban los parabienes.

 

Las naves se habían mantenido un costado junto al otro durante el traslado del cajón, por lo que Laurence no tuvo que subir a un bote, sino que saltó aprovechando la cresta de una ola. Riley y el resto de los oficiales ya habían regresado al Reliant. Dio orden de largar trapo y se fue directamente abajo para enfrentarse al problema en privado.

 

Pero durante la noche no se le presentó ninguna alternativa menos ardua. A la ma?ana siguiente cedió ante lo inevitable e impartió órdenes; al poco, los guardiamarinas y tenientes del barco se api?aron en el camarote, acicalados y nerviosos, vistiendo sus mejores galas. Aquel tipo de convocatoria general no tenía precedentes y el camarote del capitán era demasiado peque?o para albergarlos a todos con comodidad. Laurence vio ansiedad en muchos rostros, fruto de algún remordimiento, sin duda, y curiosidad en otros. Sólo Riley parecía preocupado, tal vez porque sospechaba las intenciones de Laurence.

 

El capitán se aclaró la garganta. Se había quedado de pie después de ordenar el escritorio y retirar la silla para que hubiera más espacio; no obstante, había dejado el tintero y la pluma, así como varias cuartillas de papel que ahora reposaban detrás de él, encima del antepecho de las ventanas de popa.

 

—Caballeros, a estas alturas todos ustedes saben que hemos encontrado un huevo de dragón a bordo de la nave apresada. El se?or Pollitt lo ha identificado con toda seguridad.

 

Se levantó una oleada de sonrisas y codazos furtivos.

 

—?Felicidades, se?or! —celebró con voz aguda el peque?o guardiamarina Battersea.

 

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